lunes, 10 de diciembre de 2007

La carga oculta de un burro lírico

Salvador Dalí (Figueras, 1904) y Juan Ramón Jiménez (Huelva, 1881) –aunque sus caminos hayan sido muy distintos y sus personalidades diametralmente opuestas– tienen un elemento común en sus obras: “un burro”, y es en este elemento en el que los dos han planteado, también, una visión similar sobre la vida y la interconexión entre esta y la tierra o la naturaleza.
Podría haber sido otro animal, pero en España, país natal de ambos creadores, el burro es un animal muy común que va de pueblo en pueblo llevando (y trayendo) carga y que incluso, sin llevarla ya se simboliza como cargador.
Este burro, además, tiene una variedad de connotaciones que va desde la representación de la clase trabajadora hasta el de objeto esencial para el transporte, comercio e intercomunicación (incluso con la tierra con quien se conectará después de muerto).
El burro representado por Dalí se halla en muchos de sus cuadros de manera sistemática, pero no es una figura central dentro del enfoque, es un elemento que más bien, se encuentra en un segundo plano y que hasta podría pasar inadvertido para observadores poco entrenados.
Además de ello, el burro de los cuadros de Dalí, no está vivo, sino que yace putrefacto sobre la tierra, siendo absorbido por esta. Imagen que se puede interpretar como una inquietud de parte del artista sobre la vida y la muerte, como un solo elemento, integrado a la naturaleza.
Juan Ramón Jiménez, en el capítulo final[1] de “Platero y yo (elegía andaluza)”, nombre completo de la obra, también proyecta la misma inquietud daliana cuando le habla a la tierra dirigiéndose a Platero enterrado tras su muerte, y cuando cree ver en la mariposa que revolotea a su alrededor, la presencia del burrito querido.
Pero básicamente, la diferencia que tiene con la producción de Dalí, que apela más a lo intelectual, está en que Jiménez se vale de lo emocional.
Platero y yo es más que la historia de un tierno burrito. Esta es una obra en la que el burro, símbolo de la clase trabajadora, es en realidad un pretexto para mostrar las miserias de una sociedad con grandes diferencias sociales.
Las escenas que se contrastan entre sí –ternura y pobreza, ilusiones y realidad miserable– conmueven aun más al lector porque le movilizan las emociones. Sin embargo, Platero y yo ha sido solo considerada en su aspecto más superficial: las características físicas (con cierto tono de dulzura que hasta podría caer en lo empalagoso) sin poner atención en la visión social, presente en el resto de la obra, como la mostrada en el capítulo III, Juegos de amanecer[2], que es una crítica evidente por parte de Jiménez.
Platero es más comprendido que el burro de los cuadros de Dalí por ser, precisamente, Platero, por tener un nombre, una identidad, con lo que deja de ser un elemento de escenografía, como lo es el otro pollino.
La historia de Platero no es una historia acogida por lo liviana o lo “dulce”, ella es dramática y contiene una profunda melancolía que lleva a un sentimiento de tristeza, aunque se haya tenido la ligereza –o la maquiavélica intención– de centrase solo en el inicio que es, absolutamente acrítico y estéticamente complementario. El burro de Dalí no atrapa porque su lectura exige un nivel de intelecto y observación, para descifrar lo simbólico, que no suele ser de carácter masivo.

[1] Capítulo XXXII Melancolía.
[2] Cuando, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, ateridos, por la obscuridad morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo...
Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen unos príncipes:
-Mi padre tiene un reloj de plata.
-Y el mío un caballo.
-Y el mío una escopeta.
Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que no matará el hambre, caballo que llevará a la miseria...