domingo, 8 de noviembre de 2009

De olores y dolores de Buenos aires

“Para saber de dónde viene un hombre
es necesario olerle las manos .
Para saber a qué se dedica, tocárselas.
Pero para llegar a comprender su alma hace falta
descubrir los escondrijos de su concupiscencia”
J.R. “El genio y las castañuelas”


Las ciudades también sudan
Llegué a Buenos aires hace dos veranos, casi tres. El primer olor que sentí –después de haber aspirado el empalagoso aromatizador del taxi que me trasladaba desde Ezeiza– fue el del gas que corría por las tuberías de la ciudad. El aspecto de las calles no variaba mucho entre mi original San Miguel, de Lima (y su olor a mar) y el de Villa Urquiza; pero el olor de éste, mi nuevo barrio, incluso más que la imagen del Obelisco que vería al día siguiente de mi llegada, me gritaba mi actual realidad.

En Lima, hasta el momento de mi partida, no había sido instalado el servicio de gas, el consumo se hacía por balones. Detectar gas en el ambiente significaba para mí un riesgo de fuga que podría terminar en una tragedia. Sentir aquel olor en toda la ciudad –según mi experiencia- me producía, entonces, una sensación de angustia, que se aquietaría unos días después, algo menos de una semana.

Cuando mi olfato consiguió acostumbrarse y en consecuencia, dejó de distinguirlo, tal como me había ocurrido con el olor del centro de Lima , comencé a detectar otras sutilezas aromáticas que aparecían o desaparecían dependiendo del rincón porteño en el que me encontrara.

Cada ciudad tiene un olor, igual que la gente, e igual que la gente, cada recoveco de la ciudad tiene, a su vez, un olor característico.

Entre el dolor y el placer

Los olores son huellas de los quehaceres de un ser, de su estado de ánimo y de aquello que come, en sentido literal y figurado. La ciudad es un organismo más real de lo que aparenta y menos simbólico de lo que podría intuirse. Las ciudades nacen, crecen, se reproducen y lo mismo que los hombres se conducen, inexorablemente, hacia la muerte. Los tejidos de las ciudades son las instituciones y estos están compuestos por células; sus células, los hombres .

El ser en-sí es lo que es por su relación con el mundo (ser-en-el-mundo). Los actos de este hombre irán dejando huellas en su cuerpo y en su historia y todo ese conjunto de cristalizaciones descubrirán su esencia de ser en-sí. Sus experiencias y sus actos únicamente pueden ser sentidas a través de su cuerpo. De igual forma, una ciudad va generando su temperamento social a partir de sus experiencias, las mismas que quedan plasmadas en su cuerpo de cemento como patrimonio. La experiencia con los olores es –al igual que la música, según Nietzsche– una experiencia dionisiaca.

Los olores no son representaciones de la vida, sino que son detonadores que a través de la memoria nos hacen vivir dimensiones reales trasladando al sujeto hacia una experiencia tan concreta como el hecho mismo. Son una suerte de alborada para nuestras pulsiones adormiladas por la cultura . El olfato es una puerta conductora a los recovecos más profundos de nuestra psiquis. De hecho, aunque haya pasado mucho tiempo, algunos olores pueden trasladarnos de la vejez hasta la niñez.

¿Será qué los olores por sí mismos nos causan placer? o ¿qué es el aroma relacionado con el recuerdo del placer lo que nos genera una sensación de bienestar? Aristóteles se inclinó por la segunda hipótesis:

“No diremos que los que gustan del olor de las manzanas, de las rosas o de los perfumes que se queman sean intemperantes en materia de olores; más bien lo diríamos de los que gustan del olor de las esencias y de las viandas, porque los intemperantes gozan con estos olores en cuanto les recuerdan las cosas mismas que desean apasionadamente. “También podrán verse otros que, cuando tienen hambre, se complacen sólo con el olor de los alimentos. Gustar de los placeres de este género es propio de un hombre intemperante; porque sólo el intemperante ansía vivamente todos estos objetos de goce. “Los animales, distintos que el hombre, no conocen el placer que dan estas emociones sino de una manera indirecta; y así, los perros no tienen placer precisamente en sentir el olor de las liebres; pero sí le tienen muy grande en comerlas; y el olor es el que causa en ellos esta sensación” .

Sin embargo es necesario no perder de vista que uno solo recuerda aquello que ya no es parte del presente, aquello que es ausencia y como tal, de alguna manera, pérdida. Un hombre que ha perdido algo es un hombre que desea y en tanto desea y no se ve satisfecho, sufre. Este sufriente irá constantemente en busca de aquello que le dio placer, aunque este objeto del placer vaya cambiando de rostro, conjuntamente, con las experiencias del camino. Entonces, este hombre devendrá en un condenado a no hallar lo que busca. Pero su psiquis como mecanismo para ahorrarle esa condena dolorosa hará que rebaje sus pretensiones de felicidad.

Se produce, con lo explicado, aquello que Freud llama la transformación del principio del placer por el principio de la realidad: “El ser humano ya se estima feliz por el mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber sobrevivido al sufrimiento”, entonces, el hombre se “conforma” con el olor que le regalan los recuerdos placenteros. La única manera de llegar hasta el objeto deseado es a través de los sentidos, porque son estos nuestro puente con el mundo exterior. Pero no todos los olores nos trasladan hacia recuerdos placenteros, también es factible lo contrario. Ciertos olores pueden reproducir experiencias dolorosas. De ahí que afirmamos que la experiencia del recuerdo a partir de los olores es una experiencia dionisiaca en los que conjugan las pulsiones de vida y de muerte.

Aroma y pulsión
En Buenos aires cada rincón tiene su olor característico. Darse una vuelta por Caminito es sentir el olorcillo pútrido del río; caminar por la Costanera sur, sentir el olor a chorizo a la parrilla; ingresar por los túneles del subterráneo es orines, sudor y faena. San Telmo es olor a marihuana, a veces, otras, a libros viejos; algunos barrios alejados del Centro son olor a parrilla y a excremento de perro; la estación Julio A. Roca huele a fritas y arepas colombianas y si uno camina por la parte trasera de la estación, metiéndose por las callejuelas por donde se ofrecen, seductoras, una variedad de reses humanas, los olores de fritangas empiezan a perderse bajo el dulcete de los perfumes truchos, los coloretes de ocasión y el inconfundible aroma de los desinfectantes provenientes de los “telos” de mala muerte.

Al anochecer, los olores van cambiando. Avenida de Mayo huele a café. Corrientes huele a inciensos por la tarde y cuando la hora avanza, –y el caminante se va aproximando hacia la zona del Abasto– de algunos rincones te toman por asalto los sudores ácidos de los marginales . El olor a cerveza y a vino empieza, también, a apropiarse de las narices novatas.

Cada olor, agradable o no, cuando logramos distinguirlo nos conduce hacia un recuerdo. Pero también olemos sin darnos cuenta que lo hacemos y reaccionamos sin ser conscientes que nuestro actuar es parte de una cadena, de una consecuencia y de una reacción. Las feromonas, por ejemplo, nos hacen elegir a nuestra potencial pareja sexual. Hay olores que matan la calma y no-olores que matan las posibilidades del recuerdo y de otras búsquedas . Schiller dice en uno de sus aforismos que “hambre’ y ‘amor’ hacen girar coherentemente al mundo”. Freud lo interpreta en su Malestar de la cultura con la siguiente explicación: “Bien podría considerar el hambre como representante de aquellos instintos que tienden a conservar al individuo; el amor, en cambio, tiende hacia los objetos: su función primordial, favorecida en toda forma por la Naturaleza, reside en la conservación de la especie”. (Freud: 1929).

Es necesario remarcar que tanto el hambre como el “amor” o, para ser exactos, las pulsiones sexuales, rastrean al objeto del deseo por medio del olfato, para esto no hace gran capacidad de entendimiento. El cuerpo sabe, naturalmente, qué es lo que necesita. Así, los recién nacidos, se arrastran absolutamente torpes e inútiles por el pecho de la madre, huelen la leche que reposa en sus pechos y cuales larvas escurriéndose sobre un cadáver que sirve de almuerzo, la usan como una lonchera móvil que, además, servirá de casa y de transporte hacia cada necesidad vital.

El olfato, a diferencia de la vista o del oído, nos lleva a no pensar con el cerebro, sino con las entrañas. Esta no-racionalidad que genera la experiencia olfativa y que es tan poco valorada por el espíritu del iluminismo –que aun nos domina– es lo que ha traído como consecuencia que el olfato sea uno de los sentidos que ha recibido menos atención por parte de ciencias humanas y naturales. El olfato como tal, ha tenido poca importancia para los teóricos de las ciencias naturales, el tema de los aromas, sin embargo es, hoy, mucho más que antes, una línea de trabajo que demanda gran actividad de los laboratorios que, constantemente, se encuentran en la búsqueda química de fragancias que imiten a las esencias naturales, tanto para el uso personal como para el ambiental. De hecho, la perfumería y la cosmética han resultado ser un gran negocio.

Según la Cámara Argentina de la Industria de Cosmética y Perfumería, durante el año 2008, se movilizaron por exportación de desodorantes 197,1 millones de dólares, mientras que por las de aguas de tocador y perfumes 19,9 millones de dólares. Con respecto a las importaciones realizadas en ese mismo año, se aprecia una inversión en lo referente a la demanda. Son las aguas de colonias y perfumes las que ingresan con mayor fuerza en el mercado argentino, con 47,6 millones de dólares, mientras que la movilización de dinero por la importación de desodorantes llega a 23,1 millones de dólares.

Resulta interesante preguntarse ¿por qué este ánimo por lo postizo? ¿por qué la necesidad de adquirir un aroma que es ajeno a nuestro cuerpo? ¿será que nuestro olor natural como consecuencia de la alimentación que llevamos, del estrés que experimentamos, resultaría insoportable sin un disfraz aromático?

Según Freud, otra de las fuentes del sufrimiento humano se halla en la supremacía de la Naturaleza . Esto significa que dominando la Naturaleza, el hombre, de cierto modo, lograría controlar una de sus fuentes de infelicidad. El sociólogo Anthony Synnott dice “Debemos distinguir diferentes tipos de olores: naturales (los corporales), manufacturados o fabricados (perfumes, contaminación) y simbólicos (metáforas olfatorias). Estos tres tipos no están aislados unos de otros; de hecho, en cualquier situación social, bien pueden estar presentes los tres, entremezclados” . Pero es para el investigador este último grupo de olores el que más le llama la atención, y en el que basa el sostén de su hipótesis: “La olfacción constituye una construcción moral de la realidad”.

Para Synnott el olor además de ser un fenómeno fisiológico es un fenómeno moral porque estos son considerados como buenos o malos por el sentido común , y muchas veces son usados para legitimar desigualdades raciales y de clase.

Tanto las afirmaciones de Synnott como las de Freud nos dan una pista sobre las interrogantes formuladas, en líneas anteriores, con respecto a la necesidad de consumo de fragancias por parte, específicamente, de los bonaerenses.

El olor de lo social

No hace falta ser un examinador muy sofisticado de la historia de Buenos aires para notar que esta es una sociedad construida en base a la llegada de las más diversas nacionalidades y culturas. El movimiento migratorio se generó iniciada su fundación y no se ha detenido desde entonces. La ciudad de Buenos aires, de hecho, es una ciudad hecha para el visitante, abierta, sin laberintos que le dificulten llegar al centro. Armando Silva distingue a la ciudad porteña como una de las notables excepciones, dentro de Latinoamérica, en las que no se busca combatir al extraño .

La necesidad de sentirse ensamblado, no sólo culturalmente, sino también, socialmente y de no correr el riesgo del displacer de ser discriminado podría ser una de las condiciones de esta masiva consumición de carácter inconsciente. Sin embargo, este estallido de ofertas de fragancias y, como consecuencia, de sofisticación para diferenciar los aromas por marcas, líneas y precios que se ha ido generando de parte de los compradores, ha fomentado, a su vez, que este intento de buscar un ensamblaje dentro del grupo cultural referencial, sea inútil.

Los aromas de las fragancias dejarán al descubierto la capacidad adquisitiva del comprador, estableciéndose, por el olor de la substancia usada, la marca de identidad de una frontera socio-económica que al dominante le interesará mantener vigente. “Las significaciones de una sociedad también son instituidas –afirma Castoriadis– directa o indirectamente, en y por su lenguaje, al menos en lo que respecta a una parte considerable de ellas […]. Pero también, y al mismo tiempo, la ordenación del mundo en conjuntos, o la organización identitaria del mismo, que la sociedad instituye, tiene lugar en y por el legein”.

Lo expuesto por Castoriadis nos obliga a examinar, aun superficialmente, las pistas que nos otorgan las creaciones lingüísticas con respecto a los aromas: Las expresiones: “olor a santidad” (que según la creencia popular huele a rosas), “en olor de multitudes” (frase que deviene de la anterior y que significa “con la admiración y la aclamación de muchas personas”) u “olor a pecado” (expresión para referirse a las feromonas o para ser exactos, bisulfito de metilo ) son algunos enunciados pertenecientes a la cultura popular, relativos a los aromas. Estas expresiones –y volviendo a lo sostenido por Synnott– llevan una contundente carga moral que juzga como “bueno” o “malo” los diversos tipos de olores relacionándolos a su vez con actos, sujetos u objetos calificados según los valores de la sociedad en cuestión. Así, tomando las expresiones ya mencionadas vemos que se relaciona el olor del sexo, o al propio acto sexual, con lo malo, que incluso huele a “pecado”, mientras que el “olor a santidad” no podría tener otro aroma que el de las flores, sentido como gratificante.

El Diccionario de Autoridades dice de la palabra olor: “Metafóricamente se entiende en las cosas morales por fama, opinión y reputación”. “Las palabras –como bien dice Foucault en Las palabras y las cosas– tienen el poder y la tarea de representar el pensamiento”. De la misma manera, los olores que sentimos tienen el poder de hacernos imaginar. El olor a sangre, por ejemplo, nos lleva a pensar en la muerte, quizá, en el peligro . Las construcciones gramaticales nos fuerzan a ordenar el pensamiento, este, mientras no ha sido procesado por medio de las palabras –expresadas o no– tiene más similitud con lo sensible, vale decir, con los sentidos.

La experiencia olfativa, como experiencia sensible, ha sido bien acogida por una Institución cuya materia prima se halla, no en los pensadores, sino en los “sentidores”, para usar el término con el que el propio Unamuno se califica. Buena parte de las frases y sabidurías populares cargadas de moral –como las que ya hemos visto– se han generado de los entornos eclesiásticos. Esta Institución –me refiero a la Iglesia Católica y sus derivados– ha usado y continúa usando: aceites, inciensos, hierbas, “palo santo” o cirios olorosos que contribuyen con la “entrega espiritual”, del inconsciente “oledor”, básicamente, porque las substancias que son quemadas contienen propiedades relajantes que al ser esparcidas son generadores de la paz y el sosiego, que los imaginarios sociales le atribuyen a las presencias divinas.

Las culturas antiguas ya sabían del poder que ejerce el olor sobre el ser vivo, específicamente sobre el hombre. Sabían que los estados de ánimo pueden ser cambiados según los olores captados –hoy llamamos a este conocimiento tan antiguo: aromaterapia. Si los olores pueden beneficiar nuestro ánimo y hacernos estar bien psicofísicamente, entonces, también, podrían perjudicarnos en todos nuestros aspectos e incluso llevarnos hacia la muerte.

¿Será que el olor de algunas ciudades esté influyendo en el comportamiento de sus habitantes? ¿Será que Buenos aires debe su temperamento a los olores de la que es “presa”?

Si un aroma puede curar a un individuo y por ende, también puede enfermarlo hasta llevarlo a la muerte, entonces, ¿será posible que una ciudad pueda hallar su salvación o destrucción en la propia fuente de sus olores?

Referencias bibliográficas
ARISTÓTELES. Ética a Nicómaco. Libro III, Cap. XI. Mestas ediciones. Madrid- España 2006.

CASTORIADIS, Cornelius. La Institución imaginaria de la sociedad. Tusquets editores. Buenos aires- Argentina 2007.

FOUCAULT, Michel. Historia de la sexualidad II “El uso de los placeres”. Editorial Siglo XXI. España 2005.

FREUD, Sigmund. El malestar de la cultura. Editorial Alianza. España 1984.

MONTAIGNE, Michel. Ensayos T. I. Cap. LV. “De los olores”. www.librodot.com

NIETZSCHE, Friedrich. El origen de la tragedia. Ediciones Andrómeda. Buenos aires- Argentina 2003.

SARTRE, Jean Paul. El ser y la nada. Editorial Losada. Buenos aires- Argentina 2005.

SILVA, Armando. La Ciudad como Arte. Parabólica, revista ilustrada, número 3, Sevilla- España.

SYNNOTT, Anthony. Sociología del olor. Revista mexicana de sociología. Año 65, núm. 2, abril-junio, México 2003.