sábado, 6 de septiembre de 2008

Motor creativo del escritor: ¿La melancolía o la soledad?


“Es un humor melancólico…,
fruto de la pesadumbre de la soledad,
lo que me metió primero en la cabeza
la ilusión de lanzarme a escribir”.

MICHAEL DE MONTAIGNE


A los trece años empecé a caminar sobre las nubes. Atención: no digo que aprendí a volar, que además de ser falso pues no es el caso, sería trillado, ya que esto de volar como imagen ligada a la imaginación infantil, está más que utilizada.
Al caminar por las nubes me refiero a la sensación de libertad plena y al mismo tiempo de angustia ante la idea de terminar cayendo al vacío. A los trece años, para resumir: empecé a escribir.
A esa edad, un poco antes de iniciarme, no sé si por coincidencia, nos fuimos de casa de la abuela, donde había pasado, hasta ese momento, toda mi vida. Me esperaba entonces, un profundo vacío, lejos de los amigos y del barrio conocido en el que solía rasparme las rodillas, andar en patines y pasear en bicicleta.
Mi nueva casa, se ubicaba en un barrio muy calmo, a unas cuantas cuadras de un acantilado, rodeado de parques y de casas residenciales. Ahí crecí y no me costó tanto, como había imaginado, acostumbrarme.
En ella, la práctica de la escritura se empezó a presentar en mí, más que como una necesidad, como un hábito. Se me hacía cómodo escribir. Podía cortar el teléfono, negarme a abrir la puerta si me encontraba en el proceso de creación del discurso. Podía decir que había construido mi refugio hecho a base de enormes muros anticompañía.
Hoy, lejos de mi ciudad, comparto la casa con seis individuos que atraviesan el pequeño espacio en el que me he establecido para continuar escribiendo. Me falta el olor a mar y su ronroneo, y el amor que abandoné en busca de un algo que terminé olvidando.
Hoy, los autos y los buses hacen vibrar completamente mi casa porteña, pues vivo en el centro de la ciudad. El teléfono y los visitantes irrumpen constantemente mi intento de alejarme de este mundo. Mis ideas son quebradas por llamados impertinentes.
Sin embargo, en Buenos Aires, he escrito mucho más, proporcionalmente, de lo que he podido escribir en Lima. La melancolía me ha llevado por rutas de exploración que en la cómoda llanura de mi vida pasada, no hubiera podido descubrir.
La búsqueda de la soledad es para la mayoría de los escritores una consigna. Estos han creado alrededor de ella, un aura que podría decirse, coquetea con la imagen de lo consagratorio –el escritor consagrado es para el imaginario social un ser solitario, que busca refugiarse de lo mundano y va en búsqueda de lo trascendental
(1) .
La soledad es necesaria en parte del proceso del trabajo del creativo, sobre todo en lo que respecta a la búsqueda de la interconexión entre la idea creada y su discurso estético, pero no puede decirse que sea esta, la generadora de lo creado.
Wilde afirmaba que el ocio proporciona la disposición para escribir mientras que la soledad, brinda las condiciones. Pero, se puede tener ocio y soledad, y esto no será suficiente para adquirir el impulso creador que le haga a uno dedicarse a la escritura. A Wilde le faltó agregar a esta lista de variables observadas, una imprescindible. Hace falta una buena dosis de sentimiento melancólico para crear.
El gran motor de la creación es el humor negro, hijo de la soledad y del recuerdo. De ahí que es fácil confundir a la soledad con la melancolía porque algunas de las sensaciones procuradas por la soledad, son similares a las que se refugian bajo el ala del ángel de la melancolía.
Roger Bartra llama a esta dolencia “mal de fronteras(2)”, y tiene razones para hacerlo. Sin embargo es necesario comprender que estas fronteras son de todo tipo, las territoriales, las culturales, las ideológicas, las emocionales. Es un estar en ningún sitio, es la duda eterna que carcome. Es un dolor profundo del alma que es absolutamente personal e intransferible, lo mismo que el proceso de la escritura.
García Márquez afirma que nadie le puede ayudar a escribir a uno lo que está escribiendo, experiencia que coincide con la de Marguerite Duras cuando afirma que el libro que se está escribiendo no hay que mostrárselo ni al amante ni dictárselo a la secretaria ni mucho menos hay que dárselo a leer al editor: “Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás”, dice.
Para Duras es preciso seguir los gritos que nacen interiormente y no parar de escribir hasta que el libro esté terminado. La corrección o la discusión del “creador-escritor” con el “lector-escritor” (3) antes de la conclusión de la obra, genera que el libro en proceso sea destruido dándole nacimiento, sobre sus cenizas, a un nuevo libro, que no es el originario. Por esto quizá es que “nadie ha escrito nunca un libro a dúo” (4) .
Esta soledad que busca el escritor en su desgarre melancólico es la búsqueda de un rincón privado con su sentimiento de orfandad, pero ¿de dónde viene esta orfandad? Esta orfandad simbólica deviene de las pérdidas constantes que han formado al escritor o al artista en general, como ser sensible y sufriente pero al mismo tiempo, consciente de su dolor y sobre todo, de su compromiso(5).
Es cierto que el trabajo intelectual exige una serie de sacrificios. El saber y la reflexión ahuyentan a los dueños y señores del sentido común (6) por dos causas. Primero: la incomodidad ante la comparación con el otro que, frente al primero, le hace notar sus deficiencias de capital intelectual; segundo: pensar, requiere cierta capacidad de resistencia al dolor, tal como nos hace comprender la autora de Escribir(7) .
Duras, enfrentada a su soledad y condicionada por su melancolía, reflexiona, piensa, lucha contra sus demonios, tratándolos de domesticar mediante la escritura para salvarse un poco. Pero ese proceso de lucha asusta y duele, por eso no todo el mundo escribe.
La reflexión puede ser dolorosa porque le hace a uno ser consciente de sus carencias y detenerse a observar aquello que en la vida cotidiana hemos perdido mareados por su acelerada ruleta.
La melancolía llega a encarnarse de tal forma en el melancólico que solo le deja dos opciones para liberarse: la muerte o la distracción(8) .
Puesto que el ocio es una condición necesaria para el melancólico(9) , los melancólicos pueden abocar sus profundos sentimientos de tristeza en las artes creativas.
“La melancolía –decía Proust– no es posible sin la memoria. Sin embargo, la memoria procesa los recuerdos de diversa forma en cada individuo, aun cuando lo rememorado suponga el tratamiento del mismo hecho. Esto se debe a la intervención del imaginario que desarticula las situaciones, dándonos el recuerdo de las imágenes que se ajusten a nuestras necesidades.
A fin de cuentas, un escritor nunca está solo, no solamente porque es imposible lograr una soledad física sino porque el escritor es uno de los oficios más sociales que existen.
El escritor, como el artista en general, pierde su materia prima si se distancia, si deja de observar. Ocurre una anécdota que Julio Ramón Ribeiro(10), nos contó sobre las costumbres bohemias de los escritores en Lima.
Los poetas, más que los narradores, eran asiduos concurrentes a los bares, muchos se perdieron en el camino a consecuencia de estas continuas farras. “A Mario Vargas Llosa –Cuenta Ribeiro– no le gustaba reunirse porque era muy disciplinado en su oficio de escritor, llegando incluso a encerrarse a escribir durante varias semanas. Hasta que un día, desesperado, nos buscó porque el encierro le había causado ‘sequedad creativa”(11) .
La anécdota referida por Ribeiro, ejemplifica cómo el escritor se nutre de los acontecimientos de la vida diaria y como, aunque suelen prosperar aquellos que se entregan a una disciplina dentro del oficio, es perjudicial apartarse del mundo.
Por eso el proceso de la escritura se debe –en lo que concierne a la elaboración de la obra– al abrazo de dos momentos, el de la soledad y el del intercambio. Con respecto a esto, Paul Auster dijo: “Creo que lo asombroso es que cuando uno está más solo, cuando penetra más verdaderamente en un estado de soledad, es cuando deja de estar solo, cuando comienza a sentir su vínculo con los demás”.
Por otro lado, es de considerar que los imaginarios sociales han ensalzado la educación basada en los libros(12). El mundo relacionado con el pensamiento está rodeado de un aura de divinidad.
Esto habría podido hacer imaginar que el escritor y el intelectual han construido su sapiencia basándose en la lectura de libros, siendo más lejana la idea de que todo es legible. “Todo se lee”, decía Marguerite Duras, y es cierto. Es más, el drama mismo de la vida se suele hallar en el mundo observable y palpable. De hecho las obras clásicas, aquellas que han perdurado a través de los tiempos, han sido elaboradas a partir de la observación del mundo, la deconstrucción y la propia reelaboración subjetiva de los autores.

Notas:
(1)Esto, en gran medida ha sido generado por las afirmaciones hechas por escritores consagrados con respecto al tema de la soledad y la bohemia. Franz Kafka, por ejemplo, decía: “Para poder escribir tengo necesidad de aislamiento, pero no como un ermitaño, cosa que no sería suficiente, sino como un muerto. El escribir en este sentido es un sueño más profundo, o sea, la muerte, y así como a un muerto no se le podrá sacar de la tumba, a mi tampoco se me podrá arrancar de mi mesa por la noche”. Mientras que G.G.M –para tomar las palabras de un escritor más contemporáneo– afirma: “Creo, en realidad que en el trabajo literario uno siempre está solo, como un naufrago en medio del mar. Sí, es el oficio más solitario del mundo”.

(2)“La melancolía es un mal de fronteras, una enfermedad de la transición y del trastocamiento”. Cultura y melancolía. Pág. 31. Editorial Anagrama 2001.

(3)Todo escritor tiene en sí un lector y un creador, los dos, al momento de la revisión del texto elaborado se ven enfrentados.

(4)Marguerite Duras. Escribir. Pág.24. Duras ha de referirse más que a un libro, en su concepto más genérico, a una novela. De otra manera no estaría tomando en cuenta los libros elaborados a manera de colaboraciones.

(5)Me refiero al compromiso sartreano “un hombre reconoce su esencia por medio de su hacer” El Ser y la nada. “El escritor tiene el compromiso de escribir libros honestos, libres, que hablen del duelo profundo de toda la vida, que se incrusten en el pensamiento”, sentenciaba Marguerite Duras.

(6)La falta de reflexión se ha constituido como una práctica multitudinaria debido a la orientación “digerida” y reduccionista que los Medios de comunicación masiva brindan, fortaleciéndose de ese modo el sentido común y aplastando, cada vez más, al buen sentido.

(7)El suicidio está en la soledad de un escritor. Uno está solo incluso en su propia soledad. Siempre inconcebible. Siempre peligrosa. Sí. Un precio que hay que pagar por salir y gritar”. Escribir. Pág. 33.

(8)“La soledad, la soledad significa: la muerte o el libro” Escribir, p. 21. Aquí, Marguerite Duras confunde el sentimiento de soledad con el de melancolía. En párrafos posteriores, la escritora expresará la urgencia de escribir para salvarse del sentimiento que la acongoja: “Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que solo la escritura te puede salvar”. (pág. 22).

(9)Anatomía de la melancolía Robert Burton. Ediciones Winograd 2008.

(10)Cuentista peruano de la generación del boom latinoamericano.

(11)Esta anécdota surgió durante una conversación mantenida con J.R.R y Jorge Coaguila (especialista en la obra de Ribeiro y su principal entrevistador) en el año 1994.

(12)La valoración que se le da a la educación basada en libros y al mundo del pensamiento (“Mundo de arriba”) es una herencia del Iluminismo, la misma que rechaza como valores, aquellos que consideran como cultura del “Bajo vientre” y en los que se celebran los placeres producto de las pulsiones básicas: comer, tener sexo, beber. La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. Bajtin. Alianza editorial 2003.

martes, 2 de septiembre de 2008

El cuerpo como representación de las voluntades -en el contexto de Las Once Mil Vergas de Apollinaire-

“Luego enculó al muchachito ,
que debía conocer esta manera de civilizar Manchuria,
pues meneaba su cuerpecito de esponja china
de forma muy experimentada”.
LAS ONCE MIL VERGAS, CAP. VII

El siglo XX es recibido por una crisis de los valores occidentales que hasta ese momento se tenían como referentes. “Dios ha muerto”, frase acuñada por Nietzsche en La Gaya Ciencia, refleja, contundentemente, esta situación.
Los valores instaurados por el catolicismo estaban extendidos en toda Europa como aquellos que conducirían el actuar del individuo “decente”. Y aquellos valores estaban ligados, principalmente, en la negación del placer, brindados por el cuerpo y las sensaciones que este podría producir.
El XX es el siglo de las vanguardias. Los artistas empiezan a ensayar formas de expresión en cuyas representaciones intervengan no solo lo expresado en la propia creación, en la creación en sí, sino que, además lo hagan los elementos utilizados para darle forma a esta creación figurativa.
Es decir, los soportes forman, también, parte de la obra. En la literatura sucede lo mismo. Ya no solo cobran importancia las palabras de lo que se dice sino hasta cómo estas palabras están distribuidas sobre el papel (o el soporte que sea) para comunicarse con el receptor.
Sin embargo, algunos años antes de escribir este manifiesto, Apollinaire ya empezaba a ensayar formas de escritura que pudiera expresar lo que sería el sustento del cubismo.
Para Apollinaire la vanguardia es por propia definición, contestataria. Así como los valores renacentistas que habían empezado a cambiar en el XIX –y que llegado el XX el cambio deviene, generalizado– en el arte sucedió lo mismo, hasta ese momento los valores o virtudes plásticas eran, según palabras del mismo Apollinaire: la pureza, la unidad y la verdad, logrando domar a la naturaleza.
Pero los vanguardistas no querían domar a la naturaleza sino captar el entorno, “digerirlo” y proyectarlo según sus propias subjetividades.
Es así que, Apollinaire, en Las Once Mil Vergas hace una proyección de aquello que había vivenciado: La guerra Ruso- japonesa (1904- 1905).
La guerra Ruso- japonesa significó una circunstancia en la que los valores de Europa demostraron la transformación de las viejas voluntades por las nuevas. El capitalismo como nuevo motor central del mundo había dejado relegado a las concepciones de honor y tradición que flotaban dentro de los imaginarios antes de la Revolución francesa y de su extensión simbólica: La era napoleónica.
La misma guerra Ruso- japonesa significa un golpe a la vieja Europa como madre cultural, líder de las naciones y llama la atención hacia el oriente. Japón lograría una hegemonía a nivel económico a partir de aquella guerra.
Así como en la pintura, las figuras geométricas son lo esencial del dibujo. Apollinaire movido por las nuevas concepciones de Freud, que influyó mucho en los surrealistas, habría escrito Las once mil vergas representando con cuerpos y la libido sexual consumada –y deformada según los cánones– como metáfora de los acontecimientos que se estaban viviendo.
Al mismo tiempo, Las once mil vergas fue un escrito de provocación, incluso desde la utilización del mismo título que en original podría haberse confundido con la crónica religiosa del Medioevo “Les onze mille vierges”.
Los cuerpos que aparecen en “Las once mil” son cuerpos metafóricos. Las vergas son siempre asesinas en esta historia, representan cuchillos con los que se invade, se mutila y se domina. Son los cuchillos de la guerra, del victorioso que somete y desangra, que representa la voluntad de someter que tiene el que invade.
Esta podría resultar una visión algo retrograda sobre lo simbólico de la sexualidad, pero la obra fue escrita en 1907 y para ese momento resultó ser contestataria.
No es pues, una obra de carácter pornográfico la que Apollinaire nos muestra. Los cuerpos son simplemente el soporte de esta técnica cubista por lo cual se representa lo corrupto que significó la guerra Ruso- japonesa. Corrupto por los tratamientos indignos que se hicieron “bajo la mesa”, por las negociaciones obscuras, por las mutilaciones culturales que tiene toda guerra, de parte del vencedor hacia el sometido.
El sexo, igual que la guerra, es una lucha de cuerpos y puede ser una manera de someter sea por la amenaza del deseo no correspondido o por el sometimiento que da la fuerza de un cuerpo sobre el otro.
El cuerpo es el mundo del hombre como espíritu, en este quedan las huellas de sus aconteceres, y por medio de este cuerpo, el hombre concretiza como realidad sus voluntades.
El mundo es el cuerpo de la humanidad, es su cuerpo simbólico y no tanto, porque es también un organismo concreto no virtual. El mundo tiene una estructura, sus tejidos son las culturas, sus células: los hombres. El mundo es animado por ellos. Es un ser vivo, tiene movimiento, y como nació, morirá.
Las relaciones que aparecen en “Las once mil” son representaciones de poder. En este sentido, Apollinaire utiliza, como modo de representación, el cuerpo como expresión de voluntades culturales dentro del mundo.

lunes, 1 de septiembre de 2008

De cómo nació la experiencia del ensayo “¿Existe un modelo de escritor contemporáneo?”

Creo que el punto clave para empezar el ensayo que escribiría se dio durante una de las clases en las que revisamos –una vez más– la historia de El Queso y los gusanos, en la que se perfilaba la formación del lector moderno.

Las reflexiones que hicimos en esa oportunidad me hicieron ser consciente de lo que me solía ocurrir en mi función como lectora: convertirme en una suerte de “procesadora de alimentos” cuyo producto no resulta ninguno de los elementos que inicialmente se colocaron en su bandeja, sino que se obtiene un producto ya no reconocible, aunque con cierto tufillo a todo lo originario.

Mi intención a partir de ese momento fue empezar a relacionar todo lo que escuchara, leyera o sintiera tanto en el ámbito de la maestría como en la vida cotidiana y también, tratar de rescatar experiencias de la memoria. Esto fue una idea que me brindo Duras con su “todo escribe”.

En este contexto pude leer Escribir de Marguerite Duras y revisar las visiones que tenían otros escritores sobre el acto de escribir, incluso las de mis compañeros de maestría en su función como escritores.

Paralelamente me encontraba estudiando la génesis de la melancolía en la novela Rojo y Negro en el contexto del siglo XIX francés como devenir de los procesos de la Revolución industrial y de la caída napoleónica. Pensé entonces en la melancolía que se transmiten en la mayoría, sino en todos, los escritores de ficción. Surgieron en ese momento dos pilares para la construcción de mi ensayo: soledad y melancolía. Tenía la intuición que la melancolía incluía al sentimiento de soledad, sin embargo los escritores parecían referirse a la necesidad de la soledad física como un elemento protagónico para la práctica de la escritura.

Era evidente –para mí– que la soledad física era necesaria en el momento ejecutorio de la escritura pero no en el proceso de la elaboración de la idea a escribir. Tengo la impresión que Duras pensó lo mismo, por eso construyó una casa alejada de todo para dedicarse a escribir pero después reflexionó sobre la necesidad de construirse esa soledad buscada, porque la física es imposible de obtenerla.

Escribir el ensayo me ayudó a concretar más claramente algunas de mis posiciones, digamos, aún con las dudas, darle algo de base lógica. El proceso de escritura tiene esto, ayuda a ordenar los pensamientos de manera más lógica que las meras elucubraciones. Así me encontré en muchos momentos del proceso de escritura frente a nuevas dudas, pero esto no me angustió. La duda resulta ser un elemento permanente en todo ensayo. Ahí, en esa duda se crea, muchas veces, un “click” con el lector. Escribir el ensayo me resultó muy lúdico.

Creo que lo que más me costó y me cuesta al escribir un ensayo parte de este sentimiento de duda que va surgiendo a medida que se escribe y que origina que no tenga claro cuando detenerme.

¿Existe un modelo de escritor contemporáneo?

“En mi soledad
he visto cosas muy claras,
que no son verdad”.

PROVERBIOS Y CANTARES, A. MACHADO


Lector y escritor: un mismo personaje y no
Hay muchísimos lectores que no escriben, pero no existen escritores que no hayan atravesado (ni que no continúen haciéndolo mientras vivan) por la experiencia lectora.
La relación escritor-lector no es una relación entre dos sujetos independientes, es una relación entre dos elementos que conforman un todo, que se alimentan uno del otro sin dejar de ser partes de un mismo cuerpo. Un lector activo se hace escritor mientras lee y un escritor debe ser, continuamente, un lector.
Sin embargo, a menudo, cuando se examina el nivel narrativo de un país, se suele separar al escritor del lector, se examina, entonces, el número de lectores, los libros que se leen por año, los libros que el lector abandona tras haber iniciado su lectura, el nivel de comprensión del lector y nunca la calidad de trabajo de los escritores como observadores de lo social, más allá del trabajo técnico desempeñado –que resulta ser lo secundario¬– dejando toda la responsabilidad en manos, únicamente, de los lectores, sin considerar al escritor como su otro lado (de la luna).
La relación escritor-lector es además de lo dicho –en muchos casos– entendida como un espacio de lucha de poderes en los que el escritor se siente en un estado de superioridad en relación al lector porque, aun de manera inconsciente, se piensa al segundo como un ente que está a disposición de lo que tenga que ofrecerle el primero quien, además, tiene una facultad mayor que la de ser un ‘simple consumidor de lo dicho por otro’ que es: ser un creador de mundos .
Este comportamiento parece ser una constante desde los tiempos en que el escritor es visto como creador de arte. Las cosas no han cambiado demasiado desde entonces. En los medios masivos se puede observar como circula siempre un mismo conjunto de nombres “consagrados” la prensa cultural alaba al escritor reconocido por este “mundo de las artes y las letras” que se mira el ombligo, y el circuito va y viene como un carrusel, siempre sobre el mismo eje . Difícilmente un novel ingresará a este campo de poder, como un elemento “reconocido”, entre quienes ya se repartieron los laureles, quizá podría tener más oportunidad de ser aceptado por los hegemónicos del campo, un crítico que se atreviera a publicar.
¿Es el escritor un creador de mundos o un observador de este con cierta facultad para pensarlo o representarlo? El escritor debe, al igual que todos los demás estudiosos de las ciencias sociales, tener un constante trabajo de observación.
El escritor, lo mismo que el científico social, no solo reúne y procesa la información obtenida en el gabinete, podría hacerlo así, claro, pero eso significaría que está trabajando a partir de otras percepciones y no de la propia. Lo ideal para un investigador social, sería operar conectando la información obtenida de los campos bibliográficos con los fenoménicos o casuísticos.
Marguerite Duras en su libro Escribir dice que “todo escribe a nuestro alrededor y eso es lo que hay que llegar a percibir”, a ella hasta una mosca en su agonía le termina dando información, en este caso preciso, sobre el significado de la vida y de la muerte . Todo para Duras puede motivar lo suficiente para reflexionar sobre un tema que trasciende y ese es el tipo de libros que se construyen y que lo marcan a uno en la vida.
Evidentemente, como también lo afirma la novelista en su libro, se necesita construir una soledad al momento de escribir, pero es una soledad que el escritor se construye para pensar y razonar lo que su subjetividad y percepción logró captar, no es una soledad física la que deberá buscar porque esta “soledad física” es imposible de obtener. Siempre, aun por más insignificante sea el ser que pulula por donde el creador se encuentre, le evitará a este, esa soledad plena.
Incluso, la misma presencia del propio escritor podría significar compañía. Michael de Montaigne, quien se aisló en la torre de su castillo para escribir, únicamente acompañado de sus libros, no estaba solo, él se hallaba escribiendo un libro sobre él mismo y así lo dice en la advertencia que le hace a los lectores en el volumen I de sus Ensayos “yo mismo soy el contenido de mi libro” lo que podría entenderse como un estudio sobre el hombre y sobre la sociedad si recordamos que fue el propio Montaigne, amante de las citas y epígrafes, quien popularizó la enunciada por Terencio que decía: “Soy un hombre; nada humano me es ajeno”.

Pensamiento clásico y pensamiento moderno
Merleau-Ponty ve a los clásicos como dogmáticos e imponentes, tanto en sus expresiones académicas como en las artísticas.
En la actualidad, el pensamiento clásico se mantiene vivo en muchas instancias. Muchos de los museos aun son espacios de arte constituidos, que dan una sensación de inmovilidad, eternidad, imperturbabilidad.
El pensamiento moderno , en cambio, afirma Merleau-Ponty, “ofrece un doble carácter de inconclusión y de ambigüedad […] nosotros concebimos todas las conclusiones de la ciencia como provisionales y aproximadas, mientras que Descartes creía poder deducir, de una vez y para siempre, las leyes del choque de los cuerpos de los atributos de Dios (Los principios de la filosofía, parte II, volumen IX, pp.83-87: en obras y letras)” .
De ahí que los intelectuales más, profundamente, influenciados por los clásicos griegos –Sócrates, Platón, Aristóteles, Demócrito , Heráclito, Hipócrates– tales como Descartes, Proust, Montaigne, el propio Borges, encuentran que el escritor, o el intelectual en general, obtendrá mayores saberes leyendo a los clásicos, rodeándose de libros únicamente (y de soledad) que observando al mundo, que otorga la oportunidad para crearse falsas percepciones .
En el siglo XIX, la línea de los clásicos se resquebraja. El arte, deja de representar la realidad existente o lo que entiende como belleza ideal y se abre a la subjetividad íntima del artista, a sus sentimientos, a sus inquietudes, a sus temores. “La vida imita al arte mucho más de lo que éste imita a la vida” –afirma en sorna, Oscar Wilde.

Modelo de lector antiguo y el proceso del cambio
La escritura y por ende la lectura, era hasta el siglo XV –en que se empiezan a difundir textos escritos gracias a la aparición de la imprenta– una práctica cerrada, una posibilidad solo de la elite política y sobre todo de la religiosa muy relacionada, también, con lo político.
Los cantares e historias de héroes, reyes y las noticias de importancia –según estimaran importantes para ser transmitidas al pueblo los grupos hegemónicos– eran narrados en la “plaza pública”.
Después de la aparición de la imprenta, en los monasterios, se continuaba la lectura de los escritos en voz alta. Este modo de leer había sido difundido en el mundo universitario medieval y escolástico, y después en las cortes y las aristocracias seglares.
Se sabe que San Agustín (354 – 430 d.C.) era el único que practicaba la lectura silenciosa pero este fue una excepción a la práctica que se perdió con el santo, pues la lectura en voz alta era, en definitiva, un manera de control al lector –leer era ya un conocimiento que podría ser usado como una herramienta demasiado poderosa para dejarla crecer sin amarras.
Entre el XVI y XVII, siglos en que proliferan los libros salidos de imprentas, surge con esta difusión la posibilidad de mayor libertad de lectura para quienes podían adquirir las publicaciones y esto se da incluso con los “libros peligrosos” que eran editados subterráneamente, así se va perfilando la lectura individual. Ya para este entonces, y con esta posibilidad de leer a solas, sin ningún tipo de control, se comienza a hacerlo mentalmente. Cervantes hace mención, con respecto a esta diferencia, entre la lectura silenciosa y la oralizada añadiéndole a la segunda un adverbio o una expresión que la hará distinguirse como tal (“leyendo en pronunciando”, “leyendo en voz clara”, “leyendo alto”).
El verbo “leer” tenía comúnmente el significado de leer silenciosamente, salvo para los conservadores que aun mantenían el verbo leer como restringido a la lectura en voz alta, como sucede según el entendimiento de Garcilaso de la Vega, español, quien para referirse a la lectura silenciosa le agrega el adjetivo “silente”.
“Esta manera de leer marca un hito en la historia de la libertad. En lugar de obedecer la imposición emanada de la dictadura, el silencio permitió la introspección, la interpretación interior. La escasez del silencio atenta contra el esfuerzo intelectual que demanda la lectura” –comenta en su artículo Miguel Wiñazki sobre el libro Historia de la lectura de Alberto Manguel.
Y en efecto, la lectura silenciosa era peligrosa, según las creencias medievales, porque se consideraba que las fábulas, cuando eran leídas silenciosamente, se apoderaban con una fuerza irreprimible en lectores maravillados y embelesados, que percibían el mundo imaginario desplegado por el texto literario como más real que la realidad misma.
Pero la lectura silente en solo uno de los cambios importantes que intervienen en la construcción de este nuevo lector, que como hemos dicho en párrafos anteriores, estaría relacionado, en el devenir de la construcción de un nuevo modelo de escritor.
Sucede que con la difusión de los ejemplares impresos y la libre adquisición de ellos –mientras se tuviera con qué– el lector empieza a consumir los textos librándose de la concepción del pensamiento clásico reforzada por la escolástica católica, y encuentra en los textos que lee, muchas veces, contradicciones que lo movilizan a plantearse preguntas sobre el mundo y a debatir internamente con los libros que consume, moldeándose de a pocos como un lector crítico, como un lector activo que empieza a “escribir” su propia visión de aquello que lee.
El lector empezaba a perfilarse, entonces, como un lector-escritor que se comenta a sí mismo los libros que lee, que se pregunta constantemente y tiene dudas sobre aquello que los libros le dicen, que lee mentalmente manteniendo una privacidad y una relación cercana entre él y el autor, pero sucedería algo hacia fines del siglo XVIII que no solo marcaría el temperamento del lector como tal, sino que cambiaría también al escritor, lo que sería en realidad, la proyección de un nuevo perfil de hombre, en relación a la sociedad.

La revolución industrial y el fin de la plaza pública
La revolución industrial acontece en un periodo histórico comprendido entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX.
La revolución industrial propicia las condiciones para que se diera un cambio importante dentro de la estructura social, dentro de las familias y dentro de las prácticas culturales. Es ella la principal responsable del individualismo.
Hasta entonces las familias tenían como actividades económicas, labores en las que participaba todo el grupo familiar. Mientras se desarrollaban estas, dentro de los talleres familiares, los hijos eran formados en la actividad de producción artesanal familiar, las mismas que serían transmitidas a sus hijos y a los hijos de sus hijos.
En estos talleres familiares, los aprendices también eran formados en lo religioso y lo moral, así como guiados por el camino de las “buenas costumbres” de la época y en el cumplimiento de sus roles de género.
Al crearse las fábricas como centros de producción, la familia sufre un duro golpe en su estructura. El padre, o la figura que hace de tal, deja de estar presente como líder del grupo y se torna en un padre ausente con la única función de proveedor. Los hijos e hijas mayores dejan, también, el taller familiar o el trabajo familiar agrícola que mantenía a todo el grupo unido y tiene que ir a la ciudad, al igual que el padre, a trabajar como obrero. La madre se quedará en casa a criar a los hijos más pequeños, que sufrirán la “orfandad” paterna .
La familia como célula social se ve destruida y la aceleración de la vida en la ciudad por la búsqueda de una mejor condición económica empieza una marcha imparable. En Francia , esta búsqueda de mejoría social y económica se instala en el imaginario, fuertemente, a partir de la figura heroica de Bonaparte . El hombre de este tiempo sufrirá el proceso de cambio de pasar de ser un cooperante de su comunidad a la de ser un individuo que ha perdido esa protección que lo mantenía seguro y que jamás recobrará, situación que socialmente lo conducirá a un estado de melancolía .
Es durante la primera parte del siglo XIX cuando el romanticismo y el realismo –con todas sus variantes– empiezan a aparecer como corrientes, aun sin nomenclatura, en las páginas de algunos diarios bajo la forma a veces de entregas semanales y en otros casos como novelas editadas en su totalidad.
Se ve por primera vez en estas tendencias literarias la observación que hace el escritor de la sociedad en la vive, así como las reflexiones introspectivas de los protagonistas y sentimientos que van de la duda a la nostalgia y de la melancolía a la angustia .
La distancia entre aquellos escritos que eran hechos para ser leídos en la plaza pública y aquellos que son escritos desde la intimidad para ser recibidos por un lector que es individuo y que tiene sentimientos que siente como solo suyos, y que por ello mismo se siente aun más agobiado , ha quedado delimitada a partir de una coyuntura social que ha enterrado al hombre comunitario para darle nacimiento al individuo.

Modelo del escritor antiguo y nacimiento del escritor actual
Así como en El queso y los gusanos, la cosmovisión del molinero Menocchio que vivió y murió condenado en el siglo XVI, propone la existencia de un modelo de lector moderno, aquel que relaciona uno y otro texto, y que, gracias a su capital intelectual, este nuevo lector se da cuenta que no existen verdades concluyentes como muchas veces afirmaban los clásicos, con respecto a su entorno. Podemos sugerir que existe también un modelo de escritor contemporáneo.
Pero hagamos un recuento de los antecedentes históricos que nos hacen llegar a esta reflexión.
La historia de la cultura se inicia con la génesis de la escritura sea esta en papiros, cerámicos, en pictogramas, hasta llegar a la escritura tal como la conocemos hoy, vale decir toda suerte de signos.
Pero este no era un conocimiento extendido, sino que el conocimiento de la escritura estaba en manos, solo, de la clase dirigente.
Al llegar la edad media, la historia retenida en estos signos, comenzó a ser difundida mediante cantares. Los poetas difundían las historias que querían retener en la memoria de sus pueblos.
Para ello se escribía, entonces, historias o escritos para ser contados oralmente, para ser expuestos públicamente. Con la aparición de la imprenta (en el XIV) y la difusión de textos impresos (periodo que va entre el siglo XV y el XVII) el lector puede empezar a leer a solas, y el contenido de los escritos también se modifica en ese sentido.
El lector y el escritor se hacen más reflexivos al tener la posibilidad de leer a solas, lo que hace que el texto no solo sea más asimilado que la lectura oralizada sino que ante el distanciamiento de aquello que lo rodea, puede darse el espacio para comprender lo leído y compararlo con otras lecturas, posibilidad que otorga la existencia de la imprenta.
En el XIX, con la revolución industrial, el hombre se hace individuo, acentuando su tendencia a la soledad en el ámbito de la lectura y de la producción escrita.
Este modelo de lector- escritor, de nuestros tiempos, “relativamente solitario” pero integrador, es una figura ideal , pues es imposible negar que existe también hoy, con la maximización de la ganancia creciente con que marcha el capitalismo a través de los años, un modelo de escribidor impulsado (utilizado) por la industria editorial, que ha colmado el mercado con libros hechos en serie, que adoptan escrituras con estructuras que siguen una “receta exitosa” comercialmente hablando, y que actúan con la misma modalidad que las industrias capitalistas convencionales .
“Los impresores y libreros durante el siglo XV no obtenían ninguna ventaja –afirma Febvre– una vez que llegaban a determinada cifra con tirar mayor número de ejemplares, porque no solo los beneficios de la inversión inicial eran insignificantes sino también porque no podían arriesgarse a un número de ejemplares que el mercado sería capaz de absorber en un tiempo razonable lo que causaría no solo tener que acumular los libros no vendidos sino inmovilizar capitales importantes” .
Los libros con más posibilidades no lanzaban más de 1500 ejemplares, las únicas obras que en esa época pasaban de los 2 mil ejemplares eran los libros religiosos y los textos escolares. Hasta el XVIII los impresores continuarían alejados de querer realizar grandes tirajes, solo algunos filósofos habrían logrado editar masivamente. Voltaire llega a tener 7 mil ejemplares de su “Ensayo sobre las costumbres” a cargo del impresor Gabriel Cramer .
Estos números, sin embargo, no significan nada si los comparamos con las producciones actuales. La obra de Dan Brown, El código Da Vinci (2003), que ha llegado a vender 80 millones de ejemplares siendo traducida a más de 44 idiomas, apostó a la receta de su anterior libro Ángeles y demonios, conservando incluso al mismo protagonista. En el “Código”, Brown combina los géneros de suspenso detectivesco y esoterismo Nueva Era, con una teoría de conspiración relativa al Santo Grial y al papel de María Magdalena en el cristianismo.
Después del éxito en ventas del “Código”, surgirían en el mercado una serie de novelas que aplicarían la misma receta e incluso utilizarían títulos evocatorios del best seller mencionado, tales como: El legado de Jesús, El diario secreto de Da Vinci: el mayor secreto de la humanidad: la dinastía de Jesús y su supervivencia, Caballo de Troya, Secretos de Dan Brown y la llave de Salomón, entre otros.
La autoayuda es otro género, relativamente nuevo, que promete la receta para lograr la calma interior, la salud física y espiritual, y el surgimiento económico. Este tipo de producción como la novela negra mezclada con la intriga histórica, ha copado el mercado editorial. Para una muestra basta con entrar a las páginas de las librerías y ver entre las ofertas de los libros más vendidos (llamados “los de mayor éxito”).
El éxito económico de estas publicaciones se sostiene en la necesidad de búsqueda del hombre contemporáneo por una respuesta que nunca hallará porque su corazón es –en palabras de Merlieu-Ponty– intermitente y está plagado de dudas.
La diferencia entre las producciones literarias de carácter masivo con aquellas escritas desde el oficio del pensador, están únicamente pautadas por los objetivos de sus hacedores y consumidores, pero las dos variantes son producto del carácter efímero con que se entiende al mundo, en estos tiempos.



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