lunes, 1 de septiembre de 2008

¿Existe un modelo de escritor contemporáneo?

“En mi soledad
he visto cosas muy claras,
que no son verdad”.

PROVERBIOS Y CANTARES, A. MACHADO


Lector y escritor: un mismo personaje y no
Hay muchísimos lectores que no escriben, pero no existen escritores que no hayan atravesado (ni que no continúen haciéndolo mientras vivan) por la experiencia lectora.
La relación escritor-lector no es una relación entre dos sujetos independientes, es una relación entre dos elementos que conforman un todo, que se alimentan uno del otro sin dejar de ser partes de un mismo cuerpo. Un lector activo se hace escritor mientras lee y un escritor debe ser, continuamente, un lector.
Sin embargo, a menudo, cuando se examina el nivel narrativo de un país, se suele separar al escritor del lector, se examina, entonces, el número de lectores, los libros que se leen por año, los libros que el lector abandona tras haber iniciado su lectura, el nivel de comprensión del lector y nunca la calidad de trabajo de los escritores como observadores de lo social, más allá del trabajo técnico desempeñado –que resulta ser lo secundario¬– dejando toda la responsabilidad en manos, únicamente, de los lectores, sin considerar al escritor como su otro lado (de la luna).
La relación escritor-lector es además de lo dicho –en muchos casos– entendida como un espacio de lucha de poderes en los que el escritor se siente en un estado de superioridad en relación al lector porque, aun de manera inconsciente, se piensa al segundo como un ente que está a disposición de lo que tenga que ofrecerle el primero quien, además, tiene una facultad mayor que la de ser un ‘simple consumidor de lo dicho por otro’ que es: ser un creador de mundos .
Este comportamiento parece ser una constante desde los tiempos en que el escritor es visto como creador de arte. Las cosas no han cambiado demasiado desde entonces. En los medios masivos se puede observar como circula siempre un mismo conjunto de nombres “consagrados” la prensa cultural alaba al escritor reconocido por este “mundo de las artes y las letras” que se mira el ombligo, y el circuito va y viene como un carrusel, siempre sobre el mismo eje . Difícilmente un novel ingresará a este campo de poder, como un elemento “reconocido”, entre quienes ya se repartieron los laureles, quizá podría tener más oportunidad de ser aceptado por los hegemónicos del campo, un crítico que se atreviera a publicar.
¿Es el escritor un creador de mundos o un observador de este con cierta facultad para pensarlo o representarlo? El escritor debe, al igual que todos los demás estudiosos de las ciencias sociales, tener un constante trabajo de observación.
El escritor, lo mismo que el científico social, no solo reúne y procesa la información obtenida en el gabinete, podría hacerlo así, claro, pero eso significaría que está trabajando a partir de otras percepciones y no de la propia. Lo ideal para un investigador social, sería operar conectando la información obtenida de los campos bibliográficos con los fenoménicos o casuísticos.
Marguerite Duras en su libro Escribir dice que “todo escribe a nuestro alrededor y eso es lo que hay que llegar a percibir”, a ella hasta una mosca en su agonía le termina dando información, en este caso preciso, sobre el significado de la vida y de la muerte . Todo para Duras puede motivar lo suficiente para reflexionar sobre un tema que trasciende y ese es el tipo de libros que se construyen y que lo marcan a uno en la vida.
Evidentemente, como también lo afirma la novelista en su libro, se necesita construir una soledad al momento de escribir, pero es una soledad que el escritor se construye para pensar y razonar lo que su subjetividad y percepción logró captar, no es una soledad física la que deberá buscar porque esta “soledad física” es imposible de obtener. Siempre, aun por más insignificante sea el ser que pulula por donde el creador se encuentre, le evitará a este, esa soledad plena.
Incluso, la misma presencia del propio escritor podría significar compañía. Michael de Montaigne, quien se aisló en la torre de su castillo para escribir, únicamente acompañado de sus libros, no estaba solo, él se hallaba escribiendo un libro sobre él mismo y así lo dice en la advertencia que le hace a los lectores en el volumen I de sus Ensayos “yo mismo soy el contenido de mi libro” lo que podría entenderse como un estudio sobre el hombre y sobre la sociedad si recordamos que fue el propio Montaigne, amante de las citas y epígrafes, quien popularizó la enunciada por Terencio que decía: “Soy un hombre; nada humano me es ajeno”.

Pensamiento clásico y pensamiento moderno
Merleau-Ponty ve a los clásicos como dogmáticos e imponentes, tanto en sus expresiones académicas como en las artísticas.
En la actualidad, el pensamiento clásico se mantiene vivo en muchas instancias. Muchos de los museos aun son espacios de arte constituidos, que dan una sensación de inmovilidad, eternidad, imperturbabilidad.
El pensamiento moderno , en cambio, afirma Merleau-Ponty, “ofrece un doble carácter de inconclusión y de ambigüedad […] nosotros concebimos todas las conclusiones de la ciencia como provisionales y aproximadas, mientras que Descartes creía poder deducir, de una vez y para siempre, las leyes del choque de los cuerpos de los atributos de Dios (Los principios de la filosofía, parte II, volumen IX, pp.83-87: en obras y letras)” .
De ahí que los intelectuales más, profundamente, influenciados por los clásicos griegos –Sócrates, Platón, Aristóteles, Demócrito , Heráclito, Hipócrates– tales como Descartes, Proust, Montaigne, el propio Borges, encuentran que el escritor, o el intelectual en general, obtendrá mayores saberes leyendo a los clásicos, rodeándose de libros únicamente (y de soledad) que observando al mundo, que otorga la oportunidad para crearse falsas percepciones .
En el siglo XIX, la línea de los clásicos se resquebraja. El arte, deja de representar la realidad existente o lo que entiende como belleza ideal y se abre a la subjetividad íntima del artista, a sus sentimientos, a sus inquietudes, a sus temores. “La vida imita al arte mucho más de lo que éste imita a la vida” –afirma en sorna, Oscar Wilde.

Modelo de lector antiguo y el proceso del cambio
La escritura y por ende la lectura, era hasta el siglo XV –en que se empiezan a difundir textos escritos gracias a la aparición de la imprenta– una práctica cerrada, una posibilidad solo de la elite política y sobre todo de la religiosa muy relacionada, también, con lo político.
Los cantares e historias de héroes, reyes y las noticias de importancia –según estimaran importantes para ser transmitidas al pueblo los grupos hegemónicos– eran narrados en la “plaza pública”.
Después de la aparición de la imprenta, en los monasterios, se continuaba la lectura de los escritos en voz alta. Este modo de leer había sido difundido en el mundo universitario medieval y escolástico, y después en las cortes y las aristocracias seglares.
Se sabe que San Agustín (354 – 430 d.C.) era el único que practicaba la lectura silenciosa pero este fue una excepción a la práctica que se perdió con el santo, pues la lectura en voz alta era, en definitiva, un manera de control al lector –leer era ya un conocimiento que podría ser usado como una herramienta demasiado poderosa para dejarla crecer sin amarras.
Entre el XVI y XVII, siglos en que proliferan los libros salidos de imprentas, surge con esta difusión la posibilidad de mayor libertad de lectura para quienes podían adquirir las publicaciones y esto se da incluso con los “libros peligrosos” que eran editados subterráneamente, así se va perfilando la lectura individual. Ya para este entonces, y con esta posibilidad de leer a solas, sin ningún tipo de control, se comienza a hacerlo mentalmente. Cervantes hace mención, con respecto a esta diferencia, entre la lectura silenciosa y la oralizada añadiéndole a la segunda un adverbio o una expresión que la hará distinguirse como tal (“leyendo en pronunciando”, “leyendo en voz clara”, “leyendo alto”).
El verbo “leer” tenía comúnmente el significado de leer silenciosamente, salvo para los conservadores que aun mantenían el verbo leer como restringido a la lectura en voz alta, como sucede según el entendimiento de Garcilaso de la Vega, español, quien para referirse a la lectura silenciosa le agrega el adjetivo “silente”.
“Esta manera de leer marca un hito en la historia de la libertad. En lugar de obedecer la imposición emanada de la dictadura, el silencio permitió la introspección, la interpretación interior. La escasez del silencio atenta contra el esfuerzo intelectual que demanda la lectura” –comenta en su artículo Miguel Wiñazki sobre el libro Historia de la lectura de Alberto Manguel.
Y en efecto, la lectura silenciosa era peligrosa, según las creencias medievales, porque se consideraba que las fábulas, cuando eran leídas silenciosamente, se apoderaban con una fuerza irreprimible en lectores maravillados y embelesados, que percibían el mundo imaginario desplegado por el texto literario como más real que la realidad misma.
Pero la lectura silente en solo uno de los cambios importantes que intervienen en la construcción de este nuevo lector, que como hemos dicho en párrafos anteriores, estaría relacionado, en el devenir de la construcción de un nuevo modelo de escritor.
Sucede que con la difusión de los ejemplares impresos y la libre adquisición de ellos –mientras se tuviera con qué– el lector empieza a consumir los textos librándose de la concepción del pensamiento clásico reforzada por la escolástica católica, y encuentra en los textos que lee, muchas veces, contradicciones que lo movilizan a plantearse preguntas sobre el mundo y a debatir internamente con los libros que consume, moldeándose de a pocos como un lector crítico, como un lector activo que empieza a “escribir” su propia visión de aquello que lee.
El lector empezaba a perfilarse, entonces, como un lector-escritor que se comenta a sí mismo los libros que lee, que se pregunta constantemente y tiene dudas sobre aquello que los libros le dicen, que lee mentalmente manteniendo una privacidad y una relación cercana entre él y el autor, pero sucedería algo hacia fines del siglo XVIII que no solo marcaría el temperamento del lector como tal, sino que cambiaría también al escritor, lo que sería en realidad, la proyección de un nuevo perfil de hombre, en relación a la sociedad.

La revolución industrial y el fin de la plaza pública
La revolución industrial acontece en un periodo histórico comprendido entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX.
La revolución industrial propicia las condiciones para que se diera un cambio importante dentro de la estructura social, dentro de las familias y dentro de las prácticas culturales. Es ella la principal responsable del individualismo.
Hasta entonces las familias tenían como actividades económicas, labores en las que participaba todo el grupo familiar. Mientras se desarrollaban estas, dentro de los talleres familiares, los hijos eran formados en la actividad de producción artesanal familiar, las mismas que serían transmitidas a sus hijos y a los hijos de sus hijos.
En estos talleres familiares, los aprendices también eran formados en lo religioso y lo moral, así como guiados por el camino de las “buenas costumbres” de la época y en el cumplimiento de sus roles de género.
Al crearse las fábricas como centros de producción, la familia sufre un duro golpe en su estructura. El padre, o la figura que hace de tal, deja de estar presente como líder del grupo y se torna en un padre ausente con la única función de proveedor. Los hijos e hijas mayores dejan, también, el taller familiar o el trabajo familiar agrícola que mantenía a todo el grupo unido y tiene que ir a la ciudad, al igual que el padre, a trabajar como obrero. La madre se quedará en casa a criar a los hijos más pequeños, que sufrirán la “orfandad” paterna .
La familia como célula social se ve destruida y la aceleración de la vida en la ciudad por la búsqueda de una mejor condición económica empieza una marcha imparable. En Francia , esta búsqueda de mejoría social y económica se instala en el imaginario, fuertemente, a partir de la figura heroica de Bonaparte . El hombre de este tiempo sufrirá el proceso de cambio de pasar de ser un cooperante de su comunidad a la de ser un individuo que ha perdido esa protección que lo mantenía seguro y que jamás recobrará, situación que socialmente lo conducirá a un estado de melancolía .
Es durante la primera parte del siglo XIX cuando el romanticismo y el realismo –con todas sus variantes– empiezan a aparecer como corrientes, aun sin nomenclatura, en las páginas de algunos diarios bajo la forma a veces de entregas semanales y en otros casos como novelas editadas en su totalidad.
Se ve por primera vez en estas tendencias literarias la observación que hace el escritor de la sociedad en la vive, así como las reflexiones introspectivas de los protagonistas y sentimientos que van de la duda a la nostalgia y de la melancolía a la angustia .
La distancia entre aquellos escritos que eran hechos para ser leídos en la plaza pública y aquellos que son escritos desde la intimidad para ser recibidos por un lector que es individuo y que tiene sentimientos que siente como solo suyos, y que por ello mismo se siente aun más agobiado , ha quedado delimitada a partir de una coyuntura social que ha enterrado al hombre comunitario para darle nacimiento al individuo.

Modelo del escritor antiguo y nacimiento del escritor actual
Así como en El queso y los gusanos, la cosmovisión del molinero Menocchio que vivió y murió condenado en el siglo XVI, propone la existencia de un modelo de lector moderno, aquel que relaciona uno y otro texto, y que, gracias a su capital intelectual, este nuevo lector se da cuenta que no existen verdades concluyentes como muchas veces afirmaban los clásicos, con respecto a su entorno. Podemos sugerir que existe también un modelo de escritor contemporáneo.
Pero hagamos un recuento de los antecedentes históricos que nos hacen llegar a esta reflexión.
La historia de la cultura se inicia con la génesis de la escritura sea esta en papiros, cerámicos, en pictogramas, hasta llegar a la escritura tal como la conocemos hoy, vale decir toda suerte de signos.
Pero este no era un conocimiento extendido, sino que el conocimiento de la escritura estaba en manos, solo, de la clase dirigente.
Al llegar la edad media, la historia retenida en estos signos, comenzó a ser difundida mediante cantares. Los poetas difundían las historias que querían retener en la memoria de sus pueblos.
Para ello se escribía, entonces, historias o escritos para ser contados oralmente, para ser expuestos públicamente. Con la aparición de la imprenta (en el XIV) y la difusión de textos impresos (periodo que va entre el siglo XV y el XVII) el lector puede empezar a leer a solas, y el contenido de los escritos también se modifica en ese sentido.
El lector y el escritor se hacen más reflexivos al tener la posibilidad de leer a solas, lo que hace que el texto no solo sea más asimilado que la lectura oralizada sino que ante el distanciamiento de aquello que lo rodea, puede darse el espacio para comprender lo leído y compararlo con otras lecturas, posibilidad que otorga la existencia de la imprenta.
En el XIX, con la revolución industrial, el hombre se hace individuo, acentuando su tendencia a la soledad en el ámbito de la lectura y de la producción escrita.
Este modelo de lector- escritor, de nuestros tiempos, “relativamente solitario” pero integrador, es una figura ideal , pues es imposible negar que existe también hoy, con la maximización de la ganancia creciente con que marcha el capitalismo a través de los años, un modelo de escribidor impulsado (utilizado) por la industria editorial, que ha colmado el mercado con libros hechos en serie, que adoptan escrituras con estructuras que siguen una “receta exitosa” comercialmente hablando, y que actúan con la misma modalidad que las industrias capitalistas convencionales .
“Los impresores y libreros durante el siglo XV no obtenían ninguna ventaja –afirma Febvre– una vez que llegaban a determinada cifra con tirar mayor número de ejemplares, porque no solo los beneficios de la inversión inicial eran insignificantes sino también porque no podían arriesgarse a un número de ejemplares que el mercado sería capaz de absorber en un tiempo razonable lo que causaría no solo tener que acumular los libros no vendidos sino inmovilizar capitales importantes” .
Los libros con más posibilidades no lanzaban más de 1500 ejemplares, las únicas obras que en esa época pasaban de los 2 mil ejemplares eran los libros religiosos y los textos escolares. Hasta el XVIII los impresores continuarían alejados de querer realizar grandes tirajes, solo algunos filósofos habrían logrado editar masivamente. Voltaire llega a tener 7 mil ejemplares de su “Ensayo sobre las costumbres” a cargo del impresor Gabriel Cramer .
Estos números, sin embargo, no significan nada si los comparamos con las producciones actuales. La obra de Dan Brown, El código Da Vinci (2003), que ha llegado a vender 80 millones de ejemplares siendo traducida a más de 44 idiomas, apostó a la receta de su anterior libro Ángeles y demonios, conservando incluso al mismo protagonista. En el “Código”, Brown combina los géneros de suspenso detectivesco y esoterismo Nueva Era, con una teoría de conspiración relativa al Santo Grial y al papel de María Magdalena en el cristianismo.
Después del éxito en ventas del “Código”, surgirían en el mercado una serie de novelas que aplicarían la misma receta e incluso utilizarían títulos evocatorios del best seller mencionado, tales como: El legado de Jesús, El diario secreto de Da Vinci: el mayor secreto de la humanidad: la dinastía de Jesús y su supervivencia, Caballo de Troya, Secretos de Dan Brown y la llave de Salomón, entre otros.
La autoayuda es otro género, relativamente nuevo, que promete la receta para lograr la calma interior, la salud física y espiritual, y el surgimiento económico. Este tipo de producción como la novela negra mezclada con la intriga histórica, ha copado el mercado editorial. Para una muestra basta con entrar a las páginas de las librerías y ver entre las ofertas de los libros más vendidos (llamados “los de mayor éxito”).
El éxito económico de estas publicaciones se sostiene en la necesidad de búsqueda del hombre contemporáneo por una respuesta que nunca hallará porque su corazón es –en palabras de Merlieu-Ponty– intermitente y está plagado de dudas.
La diferencia entre las producciones literarias de carácter masivo con aquellas escritas desde el oficio del pensador, están únicamente pautadas por los objetivos de sus hacedores y consumidores, pero las dos variantes son producto del carácter efímero con que se entiende al mundo, en estos tiempos.



BIBLIOGRAFÍA

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