lunes, 10 de diciembre de 2007

La carga oculta de un burro lírico

Salvador Dalí (Figueras, 1904) y Juan Ramón Jiménez (Huelva, 1881) –aunque sus caminos hayan sido muy distintos y sus personalidades diametralmente opuestas– tienen un elemento común en sus obras: “un burro”, y es en este elemento en el que los dos han planteado, también, una visión similar sobre la vida y la interconexión entre esta y la tierra o la naturaleza.
Podría haber sido otro animal, pero en España, país natal de ambos creadores, el burro es un animal muy común que va de pueblo en pueblo llevando (y trayendo) carga y que incluso, sin llevarla ya se simboliza como cargador.
Este burro, además, tiene una variedad de connotaciones que va desde la representación de la clase trabajadora hasta el de objeto esencial para el transporte, comercio e intercomunicación (incluso con la tierra con quien se conectará después de muerto).
El burro representado por Dalí se halla en muchos de sus cuadros de manera sistemática, pero no es una figura central dentro del enfoque, es un elemento que más bien, se encuentra en un segundo plano y que hasta podría pasar inadvertido para observadores poco entrenados.
Además de ello, el burro de los cuadros de Dalí, no está vivo, sino que yace putrefacto sobre la tierra, siendo absorbido por esta. Imagen que se puede interpretar como una inquietud de parte del artista sobre la vida y la muerte, como un solo elemento, integrado a la naturaleza.
Juan Ramón Jiménez, en el capítulo final[1] de “Platero y yo (elegía andaluza)”, nombre completo de la obra, también proyecta la misma inquietud daliana cuando le habla a la tierra dirigiéndose a Platero enterrado tras su muerte, y cuando cree ver en la mariposa que revolotea a su alrededor, la presencia del burrito querido.
Pero básicamente, la diferencia que tiene con la producción de Dalí, que apela más a lo intelectual, está en que Jiménez se vale de lo emocional.
Platero y yo es más que la historia de un tierno burrito. Esta es una obra en la que el burro, símbolo de la clase trabajadora, es en realidad un pretexto para mostrar las miserias de una sociedad con grandes diferencias sociales.
Las escenas que se contrastan entre sí –ternura y pobreza, ilusiones y realidad miserable– conmueven aun más al lector porque le movilizan las emociones. Sin embargo, Platero y yo ha sido solo considerada en su aspecto más superficial: las características físicas (con cierto tono de dulzura que hasta podría caer en lo empalagoso) sin poner atención en la visión social, presente en el resto de la obra, como la mostrada en el capítulo III, Juegos de amanecer[2], que es una crítica evidente por parte de Jiménez.
Platero es más comprendido que el burro de los cuadros de Dalí por ser, precisamente, Platero, por tener un nombre, una identidad, con lo que deja de ser un elemento de escenografía, como lo es el otro pollino.
La historia de Platero no es una historia acogida por lo liviana o lo “dulce”, ella es dramática y contiene una profunda melancolía que lleva a un sentimiento de tristeza, aunque se haya tenido la ligereza –o la maquiavélica intención– de centrase solo en el inicio que es, absolutamente acrítico y estéticamente complementario. El burro de Dalí no atrapa porque su lectura exige un nivel de intelecto y observación, para descifrar lo simbólico, que no suele ser de carácter masivo.

[1] Capítulo XXXII Melancolía.
[2] Cuando, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, ateridos, por la obscuridad morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo...
Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen unos príncipes:
-Mi padre tiene un reloj de plata.
-Y el mío un caballo.
-Y el mío una escopeta.
Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que no matará el hambre, caballo que llevará a la miseria...

lunes, 26 de noviembre de 2007

La caza infrahumana

"Y tras devorar por dentro todas las entrañas de su anfitrión
Se tornó en calmo demonio.
Sabía que pronto escaparía de ese esperpento
para continuar con su danzar de concupiscencias".
(Inscripciones en un cuerno enterrado)

1

Concepción es un pueblo alejado de todo aquello que podría entenderse como civilización. Las normas están pautadas por sabidurías populares que han sido transmitidas de generación en generación. La gente del lugar es quizá, la que más refranes, fábulas y moralejas conoce en el mundo.
Quien no responda a estos conocimientos virtuosos en Concepción, es considerado un degenerado y en contra de su voluntad, convertido en un anacoreta.
Un eclipse de sol estaba próximo a ocurrir, es sabido para este pueblo perdido que, donde interviene la luna suceden cosas extrañas y se generan cambios no solo en las aguas, sino en los animales y en los seres humanos, sobre todo en las mujeres preñadas, pudiendo arriesgar la estructura genética del feto. Esto se resumía claramente en un refrán muy repetido por las viejas: “Luna llena nos visita y en el vientre una jorobita”.
Llegado el día del eclipse, todos sin excepción se refugiaron en sus casas, cerrando ventanas y persianas. Por ahí, quedaron en la calle algún que otro borracho, quizá algún anarquista y Fabiana, conocida como La lunareja, por una enorme verruga que llevaba junto al labio, en el lado izquierdo de la cara.
La lunareja era una especie de oveja negra en Concepción, llevaba un embarazo sin firma, padecía de sordera y trabajaba lavando ropa a cambio de 10 chepas, la moneda nacional de aquellos años, antes de pasar por la crisis inflacionaria que inventaría los coloches, daríos, cemerines y paculíes. Su padre, era ya muy anciano con un cuerpo que más bien lo convertía en una especie de cosa que respiraba, sin perder la esperanza por una muerte definitiva.
El eclipse sucedió, La lunareja pudo presenciar el maravilloso espectáculo. Nada extraordinario había ocurrido y la vida en Concepción prosiguió entre su marasmo natural y los espasmos eventuales provocados por algún visitante ilustre.

Las semanas, los meses corrieron. La lunareja cruzaba por la plazoleta con un enorme balde de madera lleno de agua, cuando fue atacada por los dolores de parto. Cayó al suelo. Una vieja que se apiadó y uno de los comerciantes de la zona, ayudaron a la parturienta. El bebé nació con buen peso y buen semblante. Los miedos del nacimiento de un anormal, se esfumaron.
Al crío lo bautizaron a los dos días de nacido con el nombre de Robespierre, porque al momento de llenar la solicitud era ese el único nombre no común que se le cruzó por la cabeza a la madre, impresionada por las historias de revolución francesa que había leído en la humilde biblioteca municipal.

2

Robespierre no había dado muestras de anormalidad hasta que adquirió, como ha de esperarse, los primeros cambios de maduración sexual. El falo de Robespierre crecía de una manera descomunal cada vez que salía la luna y lo invadía la lascivia, y mientras mayor era su deseo, aquel taco carnoso y corpulento aumentaba aun más sus proporciones, como si no tuviera un límite que pudiera detenerlo.
Durante sus primeras experiencias autoexplorativas había logrado tener una extensión de 60 centímetros de largo, pero el peso y el dolor que le causaba el repentino crecimiento, cortaba las sensaciones de placer en el que empezaba a perderse.
A los 16 años, Robespierre abandonó Concepción para viajar durante 12 horas a la ciudad más próxima, quería ingresar al Seminario, recibir formación de cura, que tan bien se veía que vivían. No tenía una idea clara de cómo podría lograrlo pero llegar por lo menos a una ciudad que le hiciera olvidar su categoría de pueblerino, ya lo motivaba lo suficiente.
Trabajó los primeros meses como jardinero en casas de gente adinerada, el comerciante que había ayudado a su madre con el parto, le había dado algunas referencias para ir en busca de trabajo.
Fue justamente en una de esas casas en donde Robespierre inicia sus amoríos ocultos con la ayudante de cocina de la mansión. Él, verdaderamente había querido evitarlo pero ella veía en la hinchazón del muchacho una promesa de diversión que no podía dejarse pasar –Hay que ser muy mezquino para tener semejante erección y negarse a compartirla-.
Robespierre entró al dormitorio de ella una de esas noches. La luna era hermosa y plateaba toda la hierba del jardín que bien se podía observar desde la ventana del cuartito de servicio. Ella lo esperaba vestida de deseo.
Sin mucho preámbulo, él quedó vestido igual que ella. El ingreso de su aparato fue difícil, pero cuando el deseo se convierte en angurria, no hay dolor que valga ni miedo a morir en ese instante, podría firmarse una carta en blanco y hacerse cualquier promesa por descabellada que pareciese.
Los ojos de la mujer se tornaron en dos huevos duros, la vena de su cuello se hinchó como si una serpiente de carne y fuego estuviera oculta bajo su piel arrastrándose, su lengua se sacudía batiente. Para cualquiera, esta imagen hubiera sido de alguno de esos espantosos monstruos mitológicos, pero para aquel que genera la transformación y que en ese momento se convierte en su amo, era la encarnación de la belleza sublime.
Las angurrias de un mayor placer aumentaron hasta hacerle perder a Rosbespierre el conocimiento. Al despertar, el cuarto era la escenificación de un holocausto.
La sangre cubría las paredes, la mujer goteaba sangre por la boca, los oídos, los ojos desorbitados, por la vagina y el ano, no había en suma, un solo hueco por el que su sangre no escapara. Probablemente varios de sus órganos habían sufrido una perforación brutal.
La madrugada era cómplice y Robespierre pudo escapar de aquella casa sin ser visto dejando tras de sí, lo que para un ser normal habría sido no más que una “canita al aire”.
Viajó durante 5 horas a un pueblo vecino y sin importancia en el mapa, para refugiarse en el cuarto de un hotel recordando maníacamente lo ocurrido.
Lo que hace unos días lo estremecía de terror, ahora lo hacía de gozo. Verdaderamente la imagen de aquella mujer desprovista de alguna defensa y lanzando olores y jugos por todo su cuerpo lo excitaban de una manera enfermiza.
Si bien en un principio, su encierro fue para protegerse de una captura, ahora ya no era por castigo ni por miedo, era porque quería continuar extrayendo todo el placer que pudiera de ese recuerdo.
Pronto se le acabaron las reservas memorísticas y salió a explorar la región por nuevas víctimas.
Así inició un recorrido sanguinario, casi con la lengua afuera como si se tratara de una bestia rabiosa. Y a la fuerza o con artimañas terminó literalmente empalando con su arma sexual a cuanta mujer –en un inicio- pudiera. A falta de ellas no se limitó ni con los hombres ni con animales vagabundos.
Comenzó a llamar la atención de las autoridades que no quisieron darse mucho trabajo de buscar al asesino porque las víctimas no pasaban de ser ladrones, cafichos, prostitutas, adictos, mendigos, niños abandonados, animales sin dueño.
Todos encontrados de la misma manera en que fue, seguramente, hallada la muchacha de la mansión: reventados en sangre y semen.
-Por qué podría ser yo más culpable de usar a estos miserables que los empresarios y gobiernos explotadores- trataba de disculparse ante sí mismo cuando las imágenes no lo dejaban dormir culpándolo de haberles extraído la vida solo para ser usados como objetos de placer.
En ese ir y venir Rosbespierre llegó hasta los 35 años, siempre de un pueblo a otro, de una ciudad a otra, viajando en tren, en barco, a pie. Adoptando una postura de hombre fino porque de ellos no se sospechaba nunca, dictando clases particulares de gramática y haciendo amistades entre familias de comerciantes caudalosos. Robespierre cuidaba mucho las relaciones que iba construyendo estratégicamente, porque era una manera de aparentar que sus víctimas estaban muy distantes de su círculo.
Robespierre se hizo, además, asiduo comprador de perfumes y menta líquida para apaciguar el sabor y el olor de sangre que sentía constantemente en el paladar y en la piel, y que empezaba a causarle asco. Si no fuera por el placer que le procuraban todos esos gestos de muerte irrepetibles combinados con el placer que tenía -además del sexual- del sentirse poderoso y dominante, se habría vuelto loco, pensaba- o ¿acaso ya lo estaba?
X llegó a su vida a fines del segundo equinoccio cuando suelen suceder casi todas las desgracias. El aspecto de X era el de una fragilidad agobiante. Robespierre desde el primer momento en que la conoció se sintió responsable de su cuidado. No podría permitirse que algo le sucediera. La muchacha era muy delgada y pocas veces abandonaba su silla de ruedas.
La pasión de Robespierre partió de una especie de lástima, que se convirtió en compasión y que concluyó en algo que podría parecerse al amor.
Él temía que la luna mezclada con su sentimiento de pasión le jugara una mala pasada y empezó a desquitarse con mayor continuidad, los deseos originados por X, usando como carne penetrable a cuanta mujer por las calles se la recordase de alguna forma.
Pero el enamoramiento hace ver visiones y en realidad, las mujeres atacadas podían ser de cualquier tipo, sin que necesariamente haya un parecido obvio entre X y las víctimas.
Si bien Robespierre había iniciado un camino sin retorno, ahora su locura ingresaba a niveles descontrolados que ni él mismo podía ya disimular frente a sí, a punto de explicaciones indulgentes sobre sus actos.
La prensa de la época comenzó a difundir las fotografías de las más de 1230 víctimas asesinadas por Robespierre y la policía comenzó con las redadas. Robespierre sabía que tenía poco tiempo antes de ser descubierto y estaba agradecido, de cierta manera, porque no sabía cuánto más soportaría reprimir sus instintos contra X.
La última noche, según se supo después por un informe policial, Robespierre habría entrado a casa de X, robado de la ropa sucia ciertos paños que la muchacha usaba durante sus periodos menstruales y sin llamar la atención, habría vuelto de inmediato a su refugio en un hotel del centro que no llevaba ni nombre ni tenía permiso de funcionamiento.
En este, Robespierre se habría por sí mismo cercenado el miembro viril dejándose morir desangrado, mientras se abrazaba a los paños de la señorita en cuestión, de quien también se pudo hallar un dibujo de su rostro, hecho con algún tipo de objeto punzocortante, en una de las paredes del cuarto.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Olores que matan

“Conocía los olores humanos, muchos miles de ellos […]
No quería creer que una fragancia tan exquisita pudiera emanar de un ser humano.
Casi siempre los seres humanos tenían un olor insignificante o detestable”.
El perfume. Patrick SÜskind


No solo la gente tiene olor, también lo tienen las cosas, y las ciudades. Cada cual muestra con este, las huellas de sus quehaceres, la esencia de sus actividades y hasta el estado de su alma.
Al llegar a la Ciudad de Buenos aires, sobre todo en el centro de la ciudad, se puede retener el olor del gas que corre por las tuberías, el de la marihuana y el del excremento de perro.
En Madrid el aroma que impera es el del tabaco, pronto se sabe el porqué. Los madrileños fuman mucho y tanto sus pieles como sus ropas están impregnadas de ese olor.
En Lima, en cambio, el olor que despide el centro de la ciudad es el de la madera húmeda. Las casas antiguas hechas de adobe y tablones retienen el agua del ambiente (cien por ciento de humedad todos los días del año). Las ropas de sus gentes terminan oliendo a lo mismo. A veces el olor de los orines se entremezclan con el de la humedad, las calles en algunas zonas son verdaderos ríos de agüita amarilla como cantarían los Toreros muertos. Esa huella nos dice también, que hay demasiada gente durante demasiado tiempo por las calles, y pocos baños para acudir.
Los olores nos alcanzan, de esta manera, las características de los lugares. Cuando se trata de personas, la cosa no cambia mucho más y es que la gente hace la ciudad, aunque la ciudad por sí misma irá luego, tomando una vida propia y consiguiendo tener su propio olor natural, su olor de marca, de nacimiento, tal como lo tiene la gente.
Todos los hombres, mujeres, niños, bebes y ancianos tienen un olor, agradable o nauseabundo para cada quien, y que puede también sernos o no indiferentes. Cuando recordamos a alguien por su olor es probable que lo recordemos por el resto de nuestra vida, si alguien con un olor similar se sentara de improviso junto a nosotros sin que lo estemos mirando, el aroma del ausente “aparecido” nos sacudirá los recuerdos y nos trasladará a un tiempo, a una circunstancia con lujo de detalles, detalles que pueden describirse con la minuciosidad de un observador científico pero que nada tiene que ver con la ciencia ni el pensamiento, sino con las emociones, que con poca experiencia puede movilizarnos a realizar actos alocados cuando estas circunstancias, han estado teñidas de algún tipo de pasión.
El olfato, a diferencia de la vista o del oído, nos pueden llevar a no pensar con el cerebro sino con las tripas, con el sexo o con cualquiera de las otras entrañas porque es el más ligado a nuestro cerebro reptil, encargado de los instintos básicos de la supervivencia -el deseo sexual, la búsqueda de comida y las respuestas agresivas.
Siendo recién nacidos, nos arrastramos absolutamente torpes e inútiles por el pecho de nuestra madre, olemos su leche y cual larvas escurriéndose por un cadáver que solo sirve de almuerzo, la usamos como una lonchera móvil que, además, nos servirá de casa y de transporte para todos nuestros objetivos.
El olfato además de ser un sello personal, es una puerta conductora a los recovecos más profundos de nuestra psiquis. Por eso en muchos templos se usan los aceites, inciensos o cirios que contribuirán a nuestra entrega espiritual, básicamente porque ya hay una relación entre dicho tipo de olores y el estado de calma que buscamos. Las religiones son ciencias de la manipulación.
Hay olores que matan la calma y no-olores que matan las posibilidades del recuerdo y de otras búsquedas.
Proust crea todo un universo de recuerdos a partir del olor de una magdalena remojada en té. Un mundo completo vive paralelamente, a partir de su recuerdo olfativo.
Con Jean-Baptiste Grenouille, sucede lo mismo. Su olfato lo moviliza a tomar acciones, ir en busca de un “algo” representado en la muchacha a la que olió para terminar prendado.
Cuando Jean-Baptiste Grenouille asegura que los olores del ser humano eran siempre detestables es porque le atribuye esta característica al hombre. Toda su alma detestable se expresa en su olor, esa insignificancia que dice tener su aroma representa el alma de este para Grenouille, y es la muchacha con su fragancia la que lo rescata y lo reconcilia con el mundo, por eso necesita de ella, y de ese aroma, por eso se obsesiona.
Grenouille no tiene olor propio, no es como los demás y es rechazado en la misma dimensión en que él rechaza al resto, al espíritu de la especie. Su cuerpo –sin la adquisición de un olor propio- rechaza complementariamente, lo que su alma no quiere asumir como característica humana.
Las culturas antiguas ya sabían del poder que ejerce el olor sobre el ser vivo, específicamente sobre el hombre. Sabían que los estados de ánimo pueden ser cambiados según los olores captados –hoy conocemos este conocimiento tan antiguo como aromaterapia.
Pero si los olores pueden beneficiar nuestro ánimo y hacernos estar bien psicofísicamente, entonces también pueden perjudicarnos en todos nuestros aspectos e incluso llevarnos hacia la muerte.
Será acaso que el olor de algunas ciudades esté influyendo en el comportamiento de sus habitantes. Qué los aromas que en ellas se encuentran, no solo describen las ocupaciones y el temperamento de la ciudad, sino que al mismo tiempo, influye en los comportamientos que en ella encontramos.
Si un aroma puede curar a un individuo y por ende, también puede enfermarlo hasta llevarlo a la muerte, entonces, es posible que una ciudad entera pueda ser arrasada por el aroma que se capta en ella o llevar a sus pobladores a violentarse unos contra otros, o a ser de tal o cual manera.
Cuando un olor es constante, llega a acostumbrar a nuestro olfato y se nos convierte en imperceptible aunque este, continúe influyendo en nuestro organismo[1]. El día que un gobierno llegue –si es que ya no lo está haciendo alguno- a controlar a su población por medio de los aromas, estaremos perdidos.



[1] Entendamos organismo como un todo físico y psíquico.

El cuerpo como puente de conocimiento, placer y compasión


“Demócrito de Abdera
se arrancó los ojos para no pensar”
J.L. Borges (Elogio De Las Sombras)


Al nacer no se tiene otra manera de comunicarse, de conectarse con el entorno que mediante los sentidos. El oído, el tacto, el gusto, el olfato y poco a poco –cuando ya se haya podido superar la violencia que la luz tiene contra esos nuevos e inexpertos ojos- también la vista.
Se va adquiriendo, pues, la experiencia por medio de lo que los sentidos nos transmiten acerca del mundo. Antes que podamos desarrollar nuestra capacidad pensante, imaginativa y creativa, nuestras acciones son, sencillamente, una cadena de reacciones instintivas frente a un estímulo.
Las primeras sensaciones buscan aquello que brinde placer al cuerpo: calmar el hambre, sentir abrigo si se tiene frío, comodidad en general. La búsqueda de placer, después de la búsqueda de la subsistencia, es el instinto más potente. Incluso, en algunas situaciones, los seres vivos atraídos por sus sentidos arriesgan la vida, con tal de satisfacer sus necesidades hedonistas.
Si bien es cierto lo que manifiesta Kant sobre la comprensión de dos mundos paralelos: el que percibe los sentidos y el mundo real de los hechos, son nuestras percepciones las que nos dan las herramientas para las reflexiones posteriores. Los hechos en sí pasan a un segundo plano frente al cómo los percibimos.
Sin los sentidos no es posible llegar a la reflexión así como no es posible el pensamiento sin el elemento simbólico de lo lingüístico.
¿Podría Sócrates –desde su realidad histórica- haber reflexionado sobre los elementos éticos a los que conlleva la manipulación del ADN?
El hombre solo puede acceder al pensamiento y a la reflexión cuando sus sentidos lo han conducido a la adquisición de elementos para ello, antes no. Posteriormente a esta adquisición, sin embargo, los sentidos se tornarán en elementos de distracción tal como lo expresa Borges en las líneas que anteceden este escrito.
Esta idea vuelve a ser expresada en su cuento “El informe Brodie” (Ed. Emecé.1970), cuando narra cómo la tribu de los Yahoos eligen –cada cierto tiempo- a un niño como su Rey al que –después del hallazgo de algunos estigmas que denoten que es el indicado- “le queman los ojos y le cortan las manos y los pies, para que el mundo no lo distraiga de la sabiduría. Vive confinado en una caverna, cuyo nombre es Alcázar, en la que solo pueden entrar los cuatro hechiceros y el par de esclavas que lo atienden y lo untan de estiércol”.
Pero el cuerpo no solo es la vía para el ejercicio del pensamiento. Como lo decíamos en líneas anteriores, es sobre todo, una vía hacia el placer –lo cual también se ajusta a la subjetividad de quien lo experimenta.
Este placer, sin embargo, no consiste en la exaltación de los sentidos, de lo contrario se perdería la perspectiva exigiéndose cada vez más de lo que se tuvo en un principio. Ello sería como si el carnaval dejara de ser un momento de liberación para absorberlo todo, para estar siempre presente, entonces dejaría de ser carnaval en su sentido originario[1].
Nuestros sentidos han dejado de estar despiertos como lo estaban durante nuestros primeros años, y poco a poco, se han aletargado, pero es tal la necesidad que tenemos del disfrute de los mismos que la publicidad nos grita una y otra vez a manera de estribillo: “Experimenta tus sentidos”, por esa misma razón hay en la actualidad un auge de los deporte-aventura, de los servicios de sexo “duro”, “juegos peligrosos” de todo tipo, de perfumes, champús y demás que prometen seducir –vía los sentidos- a potenciales compañeros (sexuales).
En la literatura, que es la liberación de los miedos, dudas y problemáticas de sociedades y tiempos, se nos ha mostrado la tragedia que significa la imposibilidad de gozar del cuerpo sensorial: Frankenstein o El moderno prometeo (Mary Shelley: 1818), Crónicas vampíricas (Anne Rice: 1976- 2003), nos transmiten esta desesperación de la soledad que significa la distancia del goce de los placeres de la carne.
Johny tomó su fusil (Dalton Trumbo: 1939), es otra novela que nos hacer sentir que la soledad más dramática es la que se experimenta durante el dolor físico, y es justamente dramática porque es imposible expresar la medida de nuestro sufrimiento en todo su esplendor, esta incapacidad nos distancia y no nos permite la compasión de “el otro” en proporción al grado de nuestro sufrimiento –Unamuno diría padecer con “el otro” en su libro “Del sentimiento trágico de la vida”[2]–. El dolor que un cuerpo siente, solo lo comprende, en real medida, el sufriente.
El cuerpo abraza, comunica, da seguridad a nuestro interlocutor[3]. Es necesario que aquello a quien nos dirigimos tenga un rostro que nos haga sentir su proximidad, su semejanza[4]. Muchas más son las obras literarias en las que nos muestra a los protagonistas sufriendo por un amor irrealizable o por la pérdida de un amor. Estos dolores de amor son ocasionados, en realidad, por la imposibilidad de tener al objeto del deseo –que equivale a una promesa de placer– en nuestro poder.


[1] Del italiano carnevale, haplología del carnelevare, de “carne”: carne, y “levare” quitar. Es decir, quitar la carne, la máscara. (Definición tomada del Diccionario de la Real academia de la lengua española. Versión digital. 2002)

[2] Espasa-Calpe: 2002.

[3] IMVU, Active worlds, Moove, son solo algunos de los espacios de realidad virtual en los que se puede mantener conversaciones con otras personas. Lo interesante es que el usuario puede elegir al personaje construido (a semejanza de este mismo si se quiere) que lo representará en un escenario de tres dimensiones.
En estos espacios de realidad virtual participan centenares de millares de personas de todo el mundo, representados por proyecciones que simulan sentir y que incluso ansían ver el rostro de la proyección del otro para comunicarse mejor, sabiendo que es vano porque solo es una proyección y no una persona real.
Las diferencias idiomáticas no representan una muralla, lo son más el no colocar al personaje proyectivo frente a frente a su interlocutor, actitud que suele ser exigida por los usuarios.

[4] Esto se apreció también en una experimentación hecha en la escuela Italiana de educación preescolar Reggio Emilia, en la que unos niños de 3 y 4 años se angustiaron cuando vieron sentado en su mesa de juegos a un gran muñeco (del tamaño de un adulto y vestido como tal) que no tenía ni siquiera un rostro simbólico (boca y ojos dibujados).