lunes, 26 de noviembre de 2007

La caza infrahumana

"Y tras devorar por dentro todas las entrañas de su anfitrión
Se tornó en calmo demonio.
Sabía que pronto escaparía de ese esperpento
para continuar con su danzar de concupiscencias".
(Inscripciones en un cuerno enterrado)

1

Concepción es un pueblo alejado de todo aquello que podría entenderse como civilización. Las normas están pautadas por sabidurías populares que han sido transmitidas de generación en generación. La gente del lugar es quizá, la que más refranes, fábulas y moralejas conoce en el mundo.
Quien no responda a estos conocimientos virtuosos en Concepción, es considerado un degenerado y en contra de su voluntad, convertido en un anacoreta.
Un eclipse de sol estaba próximo a ocurrir, es sabido para este pueblo perdido que, donde interviene la luna suceden cosas extrañas y se generan cambios no solo en las aguas, sino en los animales y en los seres humanos, sobre todo en las mujeres preñadas, pudiendo arriesgar la estructura genética del feto. Esto se resumía claramente en un refrán muy repetido por las viejas: “Luna llena nos visita y en el vientre una jorobita”.
Llegado el día del eclipse, todos sin excepción se refugiaron en sus casas, cerrando ventanas y persianas. Por ahí, quedaron en la calle algún que otro borracho, quizá algún anarquista y Fabiana, conocida como La lunareja, por una enorme verruga que llevaba junto al labio, en el lado izquierdo de la cara.
La lunareja era una especie de oveja negra en Concepción, llevaba un embarazo sin firma, padecía de sordera y trabajaba lavando ropa a cambio de 10 chepas, la moneda nacional de aquellos años, antes de pasar por la crisis inflacionaria que inventaría los coloches, daríos, cemerines y paculíes. Su padre, era ya muy anciano con un cuerpo que más bien lo convertía en una especie de cosa que respiraba, sin perder la esperanza por una muerte definitiva.
El eclipse sucedió, La lunareja pudo presenciar el maravilloso espectáculo. Nada extraordinario había ocurrido y la vida en Concepción prosiguió entre su marasmo natural y los espasmos eventuales provocados por algún visitante ilustre.

Las semanas, los meses corrieron. La lunareja cruzaba por la plazoleta con un enorme balde de madera lleno de agua, cuando fue atacada por los dolores de parto. Cayó al suelo. Una vieja que se apiadó y uno de los comerciantes de la zona, ayudaron a la parturienta. El bebé nació con buen peso y buen semblante. Los miedos del nacimiento de un anormal, se esfumaron.
Al crío lo bautizaron a los dos días de nacido con el nombre de Robespierre, porque al momento de llenar la solicitud era ese el único nombre no común que se le cruzó por la cabeza a la madre, impresionada por las historias de revolución francesa que había leído en la humilde biblioteca municipal.

2

Robespierre no había dado muestras de anormalidad hasta que adquirió, como ha de esperarse, los primeros cambios de maduración sexual. El falo de Robespierre crecía de una manera descomunal cada vez que salía la luna y lo invadía la lascivia, y mientras mayor era su deseo, aquel taco carnoso y corpulento aumentaba aun más sus proporciones, como si no tuviera un límite que pudiera detenerlo.
Durante sus primeras experiencias autoexplorativas había logrado tener una extensión de 60 centímetros de largo, pero el peso y el dolor que le causaba el repentino crecimiento, cortaba las sensaciones de placer en el que empezaba a perderse.
A los 16 años, Robespierre abandonó Concepción para viajar durante 12 horas a la ciudad más próxima, quería ingresar al Seminario, recibir formación de cura, que tan bien se veía que vivían. No tenía una idea clara de cómo podría lograrlo pero llegar por lo menos a una ciudad que le hiciera olvidar su categoría de pueblerino, ya lo motivaba lo suficiente.
Trabajó los primeros meses como jardinero en casas de gente adinerada, el comerciante que había ayudado a su madre con el parto, le había dado algunas referencias para ir en busca de trabajo.
Fue justamente en una de esas casas en donde Robespierre inicia sus amoríos ocultos con la ayudante de cocina de la mansión. Él, verdaderamente había querido evitarlo pero ella veía en la hinchazón del muchacho una promesa de diversión que no podía dejarse pasar –Hay que ser muy mezquino para tener semejante erección y negarse a compartirla-.
Robespierre entró al dormitorio de ella una de esas noches. La luna era hermosa y plateaba toda la hierba del jardín que bien se podía observar desde la ventana del cuartito de servicio. Ella lo esperaba vestida de deseo.
Sin mucho preámbulo, él quedó vestido igual que ella. El ingreso de su aparato fue difícil, pero cuando el deseo se convierte en angurria, no hay dolor que valga ni miedo a morir en ese instante, podría firmarse una carta en blanco y hacerse cualquier promesa por descabellada que pareciese.
Los ojos de la mujer se tornaron en dos huevos duros, la vena de su cuello se hinchó como si una serpiente de carne y fuego estuviera oculta bajo su piel arrastrándose, su lengua se sacudía batiente. Para cualquiera, esta imagen hubiera sido de alguno de esos espantosos monstruos mitológicos, pero para aquel que genera la transformación y que en ese momento se convierte en su amo, era la encarnación de la belleza sublime.
Las angurrias de un mayor placer aumentaron hasta hacerle perder a Rosbespierre el conocimiento. Al despertar, el cuarto era la escenificación de un holocausto.
La sangre cubría las paredes, la mujer goteaba sangre por la boca, los oídos, los ojos desorbitados, por la vagina y el ano, no había en suma, un solo hueco por el que su sangre no escapara. Probablemente varios de sus órganos habían sufrido una perforación brutal.
La madrugada era cómplice y Robespierre pudo escapar de aquella casa sin ser visto dejando tras de sí, lo que para un ser normal habría sido no más que una “canita al aire”.
Viajó durante 5 horas a un pueblo vecino y sin importancia en el mapa, para refugiarse en el cuarto de un hotel recordando maníacamente lo ocurrido.
Lo que hace unos días lo estremecía de terror, ahora lo hacía de gozo. Verdaderamente la imagen de aquella mujer desprovista de alguna defensa y lanzando olores y jugos por todo su cuerpo lo excitaban de una manera enfermiza.
Si bien en un principio, su encierro fue para protegerse de una captura, ahora ya no era por castigo ni por miedo, era porque quería continuar extrayendo todo el placer que pudiera de ese recuerdo.
Pronto se le acabaron las reservas memorísticas y salió a explorar la región por nuevas víctimas.
Así inició un recorrido sanguinario, casi con la lengua afuera como si se tratara de una bestia rabiosa. Y a la fuerza o con artimañas terminó literalmente empalando con su arma sexual a cuanta mujer –en un inicio- pudiera. A falta de ellas no se limitó ni con los hombres ni con animales vagabundos.
Comenzó a llamar la atención de las autoridades que no quisieron darse mucho trabajo de buscar al asesino porque las víctimas no pasaban de ser ladrones, cafichos, prostitutas, adictos, mendigos, niños abandonados, animales sin dueño.
Todos encontrados de la misma manera en que fue, seguramente, hallada la muchacha de la mansión: reventados en sangre y semen.
-Por qué podría ser yo más culpable de usar a estos miserables que los empresarios y gobiernos explotadores- trataba de disculparse ante sí mismo cuando las imágenes no lo dejaban dormir culpándolo de haberles extraído la vida solo para ser usados como objetos de placer.
En ese ir y venir Rosbespierre llegó hasta los 35 años, siempre de un pueblo a otro, de una ciudad a otra, viajando en tren, en barco, a pie. Adoptando una postura de hombre fino porque de ellos no se sospechaba nunca, dictando clases particulares de gramática y haciendo amistades entre familias de comerciantes caudalosos. Robespierre cuidaba mucho las relaciones que iba construyendo estratégicamente, porque era una manera de aparentar que sus víctimas estaban muy distantes de su círculo.
Robespierre se hizo, además, asiduo comprador de perfumes y menta líquida para apaciguar el sabor y el olor de sangre que sentía constantemente en el paladar y en la piel, y que empezaba a causarle asco. Si no fuera por el placer que le procuraban todos esos gestos de muerte irrepetibles combinados con el placer que tenía -además del sexual- del sentirse poderoso y dominante, se habría vuelto loco, pensaba- o ¿acaso ya lo estaba?
X llegó a su vida a fines del segundo equinoccio cuando suelen suceder casi todas las desgracias. El aspecto de X era el de una fragilidad agobiante. Robespierre desde el primer momento en que la conoció se sintió responsable de su cuidado. No podría permitirse que algo le sucediera. La muchacha era muy delgada y pocas veces abandonaba su silla de ruedas.
La pasión de Robespierre partió de una especie de lástima, que se convirtió en compasión y que concluyó en algo que podría parecerse al amor.
Él temía que la luna mezclada con su sentimiento de pasión le jugara una mala pasada y empezó a desquitarse con mayor continuidad, los deseos originados por X, usando como carne penetrable a cuanta mujer por las calles se la recordase de alguna forma.
Pero el enamoramiento hace ver visiones y en realidad, las mujeres atacadas podían ser de cualquier tipo, sin que necesariamente haya un parecido obvio entre X y las víctimas.
Si bien Robespierre había iniciado un camino sin retorno, ahora su locura ingresaba a niveles descontrolados que ni él mismo podía ya disimular frente a sí, a punto de explicaciones indulgentes sobre sus actos.
La prensa de la época comenzó a difundir las fotografías de las más de 1230 víctimas asesinadas por Robespierre y la policía comenzó con las redadas. Robespierre sabía que tenía poco tiempo antes de ser descubierto y estaba agradecido, de cierta manera, porque no sabía cuánto más soportaría reprimir sus instintos contra X.
La última noche, según se supo después por un informe policial, Robespierre habría entrado a casa de X, robado de la ropa sucia ciertos paños que la muchacha usaba durante sus periodos menstruales y sin llamar la atención, habría vuelto de inmediato a su refugio en un hotel del centro que no llevaba ni nombre ni tenía permiso de funcionamiento.
En este, Robespierre se habría por sí mismo cercenado el miembro viril dejándose morir desangrado, mientras se abrazaba a los paños de la señorita en cuestión, de quien también se pudo hallar un dibujo de su rostro, hecho con algún tipo de objeto punzocortante, en una de las paredes del cuarto.

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