martes, 10 de junio de 2008

Electra y los diamantes brillan por la noche

Electra abrió los ojos, echada en el césped recordó su último viaje intergaláctico.
Tragó saliva y oliendo la hierba fresca se relajó tanto como una hoja otoñal. La sensación de tener dentro suyo al universo entero, infinito, la alucinaba y la agobiaba de tal manera que por momentos la garganta se le cerraba como un nudo marinero.
Su cuerpo flotaba y se zambullía, temblaba y se paralizaba, todo al mismo tiempo en un santiamén. Un bramido rebotaba entre sus oídos, se disparaba por sus ojos hacia la inmensidad y caía violentamente entre los árboles en donde se perdía como una escurridiza ardilla de fuego.
Una cinta color turquesa se enredaba a una alfombra tejida de estrellas. Nadaba culebreando. Ella la vio, quiso alcanzarla, casi lo logra a pesar de la pesadez de su brazo.
El cielo reposaba en el borde de sus labios y a ella no le hacía falta más que lanzar cortos resoplidos para hacer que este manto de oscuridad y ocurrencias iluminadas volvieran a envolverlo todo.
Este viaje había resultado más largo que el anterior -se dijo reacomodándose lánguida en su colchón de verde pasto.
La suavidad que sentía sobre la piel de su vientre hacía que su mano de deslizara como enjugada. Recordó, entonces, el jugo de mango que su hermana solía preparar en tiempos lejanos y menos traidores.
La noche había sido buena anteayer como hace mucho que no y ella sólo había querido repetirla. Se apretujó en el vestido plateado que era su preferido porque salía pronto de su cuerpo y así todo acababa más rápido.
Esa noche se les adelantó a sus compañeras. La calle se veía medio sola sin las brillantes y pálidas mujercitas dando vueltas alrededor de algún poste de luz, riéndose a carcajadas, provocando, prometiendo.
Electra recorrió la acera no más de veinte minutos. Los focos de los autos que transitaban por la avenida convertían el plomizo de la ciudad en un segundo cielo. Uno de ellos se detuvo junto a Electra. Ella batía su carterita roja. No aceptaba regateos. Pronto se esfumó en el auto pagano.
Algunas estrellas parecidas a Electra empezaron a encenderse por aquí y por allá dentro de la misma calle de la que esta, hace poco, se había marchado.
Algo fuera de los planes sucedió, algo fuera de los planes de lo que sería la maravillosa noche de Electra.
Una hora después, un chirrido de auto interrumpía el silencio del parque que marcaba el inicio de la bajada a la playa.
De él era arrojado un gran paquete, uno con las dimensiones de Electra, con el rostro de ella y con lo que le quedaba de alma.
Electra apenas podía pronunciar palabra. Vio la noche estrellada con la pasión con que se mira un sueño que podría ser alcanzado.
Su vientre estaba ensangrentado, ella empuñaba con ferocidad el cuchillo que había logrado desprender de sus tripas. Sonreía disipada de su tragedia. La gente se acumuló en el pequeño espacio que ella y su espectáculo habían acaparado.
Es la chica que da vueltas en la esquina, mejor no la toquen -decían algunos- ya no se sabe con tanta enfermedad que hay por ahí.
Los diamantes que esperaba alcanzar Electra con sus manos, le fueron alejados. Alguien le puso el periódico de la mañana sobre el rostro.

No hay comentarios: