lunes, 21 de febrero de 2011

Lince

Juan Solís pintaba delicadamente sus uñas con un pincelito de manicurista. Su delicadeza no era la del amaneramiento de los maricas y travestis que revoloteaban en la calle donde quedaba su pensión. Tenía más que ver con la paciencia –o quizá con el adormecimiento– de quien tiene tanto tiempo a disposición que empieza a creerse eterno.
Faltaban tres días para su cumpleaños número veinticinco. Se lo hizo recordar la tarjeta que habían metido por debajo de la puerta. Era un saludo de cumpleaños. Nadie más que el banco en donde guardaba, hasta hace algunos meses atrás, unos pocos ahorros, habría sido capaz de recordarlo.
Dejó de pintarse las uñas. La pintura se le había acabado y el sonido del sobre, deslizándose por debajo de la puerta, lo había despertado de su letargo.
Se acercó, entonces, a su catre a llenar su pequeño frasco con más pintura.

A Julietita nunca le gustaron los escándalos. Desde muy joven había sido recatada.
Julietita vivía con su hermana, los hijos y los nietos de esta. Acostumbraba a dar una vuelta por el barrio todos los días entre las diez de la mañana y el mediodía.
Los transexuales que trabajaban en la calle donde estaba el hotel Ibiza, ubicado frente a la casa de Julietita, la cuidaban. Sobre todo “La Janis”, la faite del lugar y el puto más duro y más antiguo. Aunque no había mucho qué hacer porque Julietita siempre había sido muy querida por todos.
A Julietita le gustaba fisgonear desde una ventana de su cuarto lo que sucedía en la calle. Se excitaba oliendo su propia ropa interior mientras espiaba las empiernadas callejeras de las parejas eventuales.

Pero un día a Julietita se le ocurrió preguntarse que se sentiría tener a un hombre haciéndole todo aquello que veía. Ocurrencia que le había llegado a una edad que, según comentarían las vecinas a la prensa, resultaba “bastante impropia”. Tendría, quizá, ochenta años, para entonces, o algo más.

Juan Solís iba al mercado que estaba a la vuelta de su casa, en la misma manzana. No tenía un día definido para ir de compras. En realidad, jamás había tenido definido nada. Iba por víveres solo cuando el dinero y el hambre correspondían entre sus posesiones.
Julietita, en cambio, lo hacía todos los días. Ese jueves compró unas rosas para llevar a su casa y, como siempre, se quedó parada en el umbral de la puerta del mercado viendo pasar a los autos.
Solís pasaba por la misma puerta cuando un hecho fortuito hizo que la bolsa del arroz se le rompiera. “Comida con tierrita, no deja de ser comida”, se dijo y comenzó a reunir los granos de arroz, mezclados con algo de la suciedad de la acera, para meterlos en los bolsillos de su saco.
Julietita se acercó al muchacho y, amable como siempre lo había sido, se presentó con una formalidad de otros tiempos. Él no respondía, no le interesaba lo que la anciana le dijera, pero algo de aquello se le quedó resonando en la cabeza: “almorcemos juntos. En mi casa no hay nadie durante las tardes. Me dejan una olla de comida que puedo compartir contigo… vivo aquí cerca”.
Solís pensó que vivir un poco a la vieja no le vendría nada mal, y que con algo de paciencia podría tomar, de vez en cuando… solo de vez en cuando, algunas baratijas para vender y agenciarse de algún dinero que le permitiera alimentarse mejor de lo que hasta ese momento lo había hecho. El hombre aceptó a la primera la invitación, y más rápido que pronto se le hizo costumbre.

Juan Solís sentía indignación y hasta un odio psicótico cuando pasaba por la calle donde quedaba su pensión. Los putos lo molestaban con ofrecimientos que a él le resultaban nauseabundos, en especial “La Janis” que cada vez que lo veía pasar sacaba su larga lengua y la movía eléctricamente como si fuese la de una serpiente olfateando el ambiente.
Hace mucho que Solís no estaba con una mujer. Después de la última novia –si se puede considerar así a una chica a la que se le invita todos los sábados al cine hasta que ella decide irse a vivir con otro– Solís solo había pagado por sexo. Le resultaba más práctico y con un destino más transparente y menos doloroso. Pero desde aquello, también, había pasado demasiado ¿diez meses? ¿un año? ¿dos? Ya había perdido, realmente, la cuenta.

A Julietita le gustaba contar mentiras. Le había dicho a Solís que su familia era dueña de una fábrica de zapatillas y varios inmuebles. En verdad no mentía, solo se le mezclaban realidades de otras épocas con sueños inconclusos, quizá de ella, quizá ajenos.
A la anciana le gustaban las flores y le pedía a Solís que se las regalara. Él las recogía del cementerio que estaba a unas cuantas cuadras del barrio. Estaba solucionando sus problemas de alimentación y a veces, incluso, de vivienda. Julietita tenía ahorros y no dudaba en darle dinero si él lo necesitaba. Ella lo creía, ingenuamente, su novio.
A Solís, sin embargo, le daba asco la vieja. Su olor ácido, su aliento fétido, su estúpida conversación lo enloquecía hasta el punto de no poder dormir por las noches. La sensación de estar oyendo, todo el tiempo, la ronca y quebrada voz de la anciana lo sobresaltaba. Solís hubiera preferido cogerse a uno de esos putos que tan encabritado lo tenían, pero temía que lo robaran.

Dos meses después de las diarias visitas a comer, Solís y Julietita decidieron ir al cuarto de él. Solís la había engañado diciéndole que la llevaría a su casa para ser él quien, esta vez, invitaría el almuerzo. La verdad es que buscaba hacerle firmar la carta poder para empezar a cobrar la pensión que el Estado le pagaba a la vieja.
Le pidió a la octogenaria que fuera lo más elegante que pudiera, y ella salió de casa con un traje ridículo, casi apolillado y que seguramente habría resultado ser un traje de gala en algún tiempo lejano.
Julietita tenía miedo, su condición de señorita no le permitía no sentir culpa al ir a la casa de un hombre que vivía solo.
En el cuarto, Julietita le pidió a Solís que la desvirgara, pues estando cercana de la muerte quería irse de este mundo sabiendo cómo era tener un hombre dentro.
A Solís, ese pedido que sonaba a súplica de quien está en su lecho de muerte, le causó un agobio tan inmenso que los oídos se le taparon. La imagen de penetrar a uno de los maricones de la calle invadió su mente, solo podía oír sus risas, sus tacones golpeando el pavimento de un lado a otro, y ver, como en una película vieja y muda, a la anciana que estaba debajo de él.
Solís cubrió con sus manos la boca desdentada de la mujer que no dejaba de gritar aterrorizada desde que el hombre comenzó a sacarle los calzones. Juan Solís estaba como endemoniado, sin poder oír, sin poder sentir otra cosa que el agujero que imaginaba estar rellenando. Veía, en el rostro de la vieja, la cara de “La Janis”, gritando de placer, rogándole por más, con una voz femeninamente impostada que Solís estaba orgulloso de poder arrancar.
El caos pronto terminó. La vieja se desmayó y Solís totalmente demente comenzó a llenarla de elogios. “Siempre quise tener uñas tan hermosas como las tuyas, así… pintadas de rojo… mi Janis, mi Janis”. Solís se acercó a la anciana que seguía desmayada. Le tapó la boca con una camiseta de Galletitas San Jorge y le cortó la oreja con un cuchillo.
“¡Qué rojo tan intenso! Mis uñas sí que quedarán hermosas… rojas, brillantes. Como papá nunca me dejó tenerlas”.
La fuente de donde obtenía el rojo intenso ya se había secado. Solís tuvo que abrir otro canal. Ni las orejas ni los dedos cortados chorreaban ya sangre, lo habían hecho mientras la mujer estaba viva, pero ahora todo su manantial se había secado de golpe.

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